martes, 26 de mayo de 2009

PARACELSO. TEXTO SOBRE LA RESURRECCIÓN.


Paracelso fue un heterodoxo en casi todos los aspectos de su vida, su forma de entender el cristianismo no fue una excepción.

En el libro del cual hemos extractado este capítulo: Evangelio de un médico errante; él mismo dice: “El tiempo de mi mensaje ha llegado: debo escribir. Todo muestra que es la hora de realizar el trabajo. El tiempo de la geometría se ha acabado, el tiempo del quadrivium ha terminado, el tiempo de la filosofía está detrás de mí, la nieve de la miseria se ha fundido, y lo que crecía ha venido a la madurez. De dónde viene esto, no lo sé; a dónde esto va, no lo sé, ¡pero está aquí!
Si pues, la hora que durante tanto tiempo se ha hecho esperar está aquí, es entonces el tiempo de escribir, de escribir sobre la vida bienaventurada y sobre la vida eterna. Es el tiempo del fruto.”



Pensamos que será de gran interés presentar la visión de Paracelso sobre uno de los contenidos más importantes del cristianismo: la resurrección; el destino espiritual del hombre, el estado al está llamado a ser todo cristiano. Podremos ver cómo se acerca a una lectura literal del contenido de la resurrección y del renacimiento del hombre en los Evangelios, especialmente en las cartas de Pablo.

Presentamos traducción del francés: Evangile d’un médecin errant. Edición de Lucien Braun, y editado por la editorial Arfuyen en la colección Cahiers d’Alsace, 1991.


DE LA RESURRECCIÓN DE LOS CUERPOS


Ocurre con nuestra resurrección lo que con el nacimiento de Sansón. Nacido de mujer estéril, Sansón no ha venido al mundo según el orden de la naturaleza. Así ocurre con nosotros: de nuestro cuerpo de Adán, estéril, nacerá un cuerpo nuevo, el cuerpo de la resurrección, y ello, por el poder de Dios. Este nuevo cuerpo será maravilloso, como lo fue Sansón.

Es por eso que el cuerpo que tenemos ahora no sirve para la gloria. Ved, se deshace y revienta en el fuego. Pero el cuerpo que ha de venir, el cuerpo glorioso, nacido del poder de Dios, debe ser un cuerpo que dure, que permanezca. En consecuencia, únicamente resucitarán lo hijos de Dios, y no los hijos de los hombres, como pensaban los judíos quienes, por esta razón, tanto cuidaban sus cuerpos. Este cuerpo no irá al Cielo, como tampoco van al Cielo las piedras de la tierra; pero tan difícil de creer es el que de las piedras puedan nacer niños, como difícil es pensar que de nuestro cuerpo pueda nacer otro cuerpo. Y sin embargo, es de nuestro cuerpo de Adán, pero no con él, de donde surgirá el cuerpo glorioso; y nuestro cuerpo permanecerá en la tierra maternal.

La resurrección es como la siembra: el cuerpo permanece en la tierra, allí se pudre y se descompone; él no será glorificado. Será glorioso lo que nacerá de él: las rosas, el cuerpo celeste. El árbol nace igualmente de la semilla, procede de él, pero el árbol no es la semilla. Este proceso lleva tiempo; como también tomará tiempo nuestro cuerpo en la tierra, donde deberá esperar el día del Señor.

¿A qué está destinada la semilla? No a permanecer como semilla, sino a que de ella proceda la planta de cuya esencia es portadora. Pues la semilla, en tanto que semilla, no es nada. Pero aquel que sabe dar nacimiento al fruto de la semilla, ese sabe también hacer surgir de nuestro cuerpo, el fruto.

Por eso no debemos decir: resucitaremos con el cuerpo que tenemos. Nosotros somos una semilla; una semilla de Dios; si no, nuestro cuerpo no sería una semilla. Pero en el presente somos una semilla, y el nuevo cuerpo que proceda de él será el fruto. Ocurre entonces que el antiguo cuerpo verá en el nuevo a su salvador. Veamos, en nuestra morada terrestre, de qué naturaleza es nuestra esperanza.

Adán ha sido sumergido en un profundo sueño, con el fin de que no viese cómo Eva, su compañera, salió de él. De la misma forma seremos sumergidos en un profundo sueño hasta el día del juicio. No conocemos el día, ni sabemos cómo llevará a cabo nuestra resurrección. No sirve de nada querer comprender los fines últimos, ya que nuestros razonamientos no son sino locura ante Dios. Pero esto no nos debe hacer infravalorar la filosofía, pues Dios quiere que apreciásemos y descubriésemos estas cosas s partir del orden de la naturaleza, en la medida que sea apropiado para nosotros; sin embargo, esto no es sino una sombra en relación con la realidad.

El hombre debe resucitar para el juicio, tanto si es trigo como añublo. Resucitará para la gloria o para el castigo. Aquellos que son como el trigo vivirán, los que son como el añublo, aunque resucitados, serán reconocidos como muertos. Porque Dios es Dios de los vivos, es decir Dios de sus hijos, de aquellos que han nacido de Él. Y son hijos de Dios los que realizan su voluntad y le sirven en tanto que criaturas nuevas; y quienes, llevando en ellos la semilla destinada a pudrirse, no viven según la ley de ésta.

La semilla no lleva en ella lo que procederá de ella, lo que nacerá de ella. Es más bien un don, una gracia establecida en ella. Mirad la rosa o la lavanda: Dios ha colocado en la vieja semilla una virtud con el fin de que el descomponerse, nazca de ella una cosa nueva. Si Él hace esto por un grano natural, lo hace aún más por un hombre.

El viejo Adán no es nada ante Dios, sino una semilla. Si él come bien y bebe bien, esto no representa ninguna ventaja para la gloria. Si el viejo Adán permanece tal cual es, si él no tiene en sí la gracia, está ya condenado, haga lo que haga. No nos atemos demasiado a nuestro cuerpo, en todo caso, tampoco conviene a la semilla que se la quiera conservar en buen estado hasta el día de las siembras.

¿Debe ser conservado este cuerpo? ¿Querríais que fuésemos al Cielo con nuestro cuerpo de Adán, con nuestro cuerpo y sus miserias? ¡Curioso Paraíso sería! Si el Paraíso no tuviera que ser otra cosa que el lugar de nuestros cuerpos renovados, esto sería una fuente de juventud, no un Paraíso. Esto sería una farsa. El auténtico Paraíso nos ha sido dado por la muerte de Cristo; no es una fuente de juventud, sino una glorificación, una transfiguración. Deberíamos meditar más sobre la resurrección del Hijo de Dios, ya que nuestra resurrección es de la misma naturaleza: nosotros resucitaremos por Él y en Él.

La rosa, el lirio, el alhelí, el anthericum se alimentan y beben de lo que viene de la tierra. Pero al mismo tiempo se alimentan de lo que viene de arriba: del rocío, de la lluvia. ¿No es ese su pan del cielo? Pero la forma en que se alimentan no nos es visible. Lo mismo ocurre con el hombre: la rosa en nosotros, nuestro cuerpo celeste, se alimenta también de lo que viene de arriba, de la mano de Cristo. Y así como la rosa se alimenta de rocío y lluvia, así se alimenta la nueva criatura del rocío que viene de arriba, pues el hombre es más que la rosa.

La naturaleza es rica en misterios, y la filosofía, la luz natural, nos permite reconocerlos; pero la filosofía no ha intentado nunca profundizar en la otra criatura; ella se ha conformado con conocer las cosas de este mundo.

Pero el verdadero filósofo debe pensar en el Cielo y en la tierra; pues el hombre no vive sólo de pan, sino también de la palabra que viene a nosotros por boca de Dios. En efecto, ¿Quién puede comprender cómo se alimenta una planta, cómo ella cura? Es inútil decir que ella tiene tal o cual virtud. Es Dios quien ha colocado en ella la fuerza curativa, allí donde Él ha querido y cuando ha querido.

Si queremos creer, conforme al Símbolo de los Apóstoles, en la resurrección de la carne, debemos comprenderla a partir del otro cuerpo, y no a partir del primero, del cuerpo de Adán; pues éste volverá al barro para la muerte eterna. El cuerpo sensible es como la sal sosa frente a la verdadera sal; no hay nada en él digno de gloria –es como el añublo en medio del trigo.

Todo lo que brilla no es oro, sino sólo el metal purificado de sus escorias y que ha sufrido la prueba del agua fuerte y del antimonio. Ésta es la prueba natural; pero hace falta mucho más cuando se trata del hombre de la nueva criatura. No es que el barro sea transmutado y cambiado en metal precioso, y así ennoblecido, sino porque el barro será separado de la perla como un accidente. Es la perla la que asegurará la glorificación, no porque de impura venga a ser pura, sino simplemente porque ella se encontraba albergada en lo impuro, como las estrellas en las tinieblas. Pero el cuerpo nuevo brillará aún más que las estrellas.

Cuando seamos así glorificados, es entonces cuando subiremos al Cielo para sentarnos a la mesa que el Padre que está en los cielos nos ha preparado allí, y compartir la comida con su Hijo. Por ello existe una diferencia entre la resurrección y la subida al Cielo. La resurrección consiste en la separación del cuerpo material y la entrada en posesión de un cuerpo inmortal. Los bienaventurados se encontrarán en el seno de Abraham; los reprobados, el purgatorio hasta que venga el día del juicio. Entonces los bienaventurados irán al reino de Dios y serán libres; entonces será suprimido el purgatorio y los que allí se encontraban irán al infierno. El sueño del que habla la Escritura en la espera de un lugar que no sabemos dónde se sitúa

El Cristo es para nosotros un ejemplo; que el hombre resucite al tercer día, a el primero, o mucho más tarde, no lo sabemos y no lo podemos saber; pero la resurrección de Cristo nos enseña que no se trata solamente de un acontecimiento único, sino de algo que nos concierne a todos. En efecto, si hubiéramos tenido que ir al Cielo con nuestro cuerpo de Adán, Cristo no habría tenido necesidad de encarnarse. Pero Cristo nos ha enseñado cómo obra el Espíritu; sólo va al Cielo lo que es del Cielo. Y nadie puede alcanzar la paz eterna si no ha nacido de Dios.

Por ello no debemos poner nuestra esperanza en nuestro cuerpo mortal. Pues incluso si le imponemos privaciones, no tendrá ninguna recompensa – ¡como si se tratase de hacer cálculos así!- Estas mortificaciones revelan más bien, la melancolía que es cosa humana y terrestre. Cristo dice sobre esto: “Ellos me honran con los labios”, es decir, actúan a partir de la melancolía. Los sanguíneos se hacen oír con cantos y órganos; pero sus oficios están lejos de Dios. Los biliosos querrían derramar su sangre; y los flemáticos recibir favores. Pero si esto fuera posible, los paganos y los turcos se volverían, también ellos, bienaventurados. La obra de Dios sería inútil; y nuestra fe también.

Pero no quedará más que el cuerpo espiritual. Es a partir de él que tenemos que ayunar y rezar, y comportarnos según la virtud, y no a partir de la demasiado humana, melancolía. Por ello conviene subrayar la diferencia entre los dos cuerpos. Nuestro cuero de Adán se separará del cuerpo tal como el fruto se separa del árbol.

Saludos cordiales, Jesús Rodríguez

viernes, 15 de mayo de 2009

TRATADOS DE PRISCILIANO DE ÁVILA. TEXTO DEL TRATADO I. APOLOGÉTICO. Liber apologeticus.

Para aquellos que están interesados en la doctrina y filosofía priscilianista, presentamos la traducción del primer tratado del conjunto de tratados y cánones publicados por Gerog Schepss en Würzburg, Alemania en 1886.

Utilizaremos, como en otras ocasiones, las ediciones: Prisciliano. Tratados y cánones. Editora Nacional. Biblioteca de visionarios, heterodoxos y marginados 1976 y de: Prisciliano, Tratados. Ed. de Ricardo Ventura. Imprensa nacional-casa da moeda, Lisboa 2005.



LIBRO APOLOGETICO

Aunque nuestra fe esté libre de cualquier impedimento de la vida, libre para seguir el camino de la ordenación católica, esforzándose en el camino hacia Dios, aunque herida por diabólica difamación, por la cual, cuanto más hostigada es, más justa queda probada, juzgamos que sería glorioso para nosotros, beatísimos sacerdotes, porque no nos remuerde la conciencia y aún cuando, exponiendo nuestra fe en frecuentes libros, hemos condenado los dogmas de todos los herejes, tal como en el libro de nuestro hermano Tiberiano, de Asarivo y de otros con los cuales es una nuestra fe y uno nuestro sentimiento, donde son condenados todos los dogmas que parecían ir contra Cristo, y aprobados los que estaban a favor de Cristo, no callar tampoco ahora, puesto que así lo queréis, igual que está escrito: “siempre preparados para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere” (I Pedro, 3, 15) tal como nos habéis pedido.

Así pues, aunque a vuestra vista está toda nuestra vida, establecidos en la luz de la fe, no procuramos ningún retiro para prácticas oscuras, sin embargo, no rehuímos esta segunda confesión, para satisfacer a los que aún nos desconocen y para que nadie se engañe sobre nosotros, creyendo injustamente la palabra de otros, cayendo en un error imperdonable, no negándonos a “mostrar con la boca lo que creíamos con el corazón” (Romanos, 10,10).

Pues, aunque no está bien vanagloriarse de lo que hemos sido, no hemos sido llamados al siglo, sin embargo, de un origen tan oscuro o tan ignorantes, que la fe de Cristo y la formación del creyente pudiera depararnos la muerte antes que la salvación.

En verdad, como vosotros mismos sabéis, recorridas todas las experiencias de la vida humana y rechazadas todas las ataduras con nuestros males, hemos entrado , por así decir, en el puerto de la tranquilidad segura. Sabiendo que “quien no naciere de agua y de Espíritu, no entrará en el reino de los cielos” (Juan, 3,5), “purificamos nuestras almas por la obediencia de la fe por el Espíritu” (I Pedro, 1,22) y rechazados “los deseos de la vida pasada, de los cuales nos avergonzábamos” (I Pedro1,4; Romanos, 6,21), tomamos el símbolo de la devoción católica hacia la gracia renovada, con el objeto de que entrando en el bautismo, “redención de nuestro cuerpo” (Romanos, 8,23), y “bautizados en Cristo y vestidos de Cristo” (Gálatas, 3, 27), despreciando la vanagloria del siglo, entregásemos, tal como seguimos entregando, nuestra vida únicamente a Él, quien nos concedió el perdón de los pecados, sufrió por nosotros y nos ofreció la redención y la salvación de nuestras almas.

Pues, ¿Quién hay que, leyendo las Escrituras y creyendo “en una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios” (Efesios, 4, 5) no condene los necios dogmas de los herejes, quienes, queriendo comparar lo divino con lo humano, separan la sustancia unida en la virtud de Dios y ¿(quien hay que no condene) el crimen de los Binionitas, que dividen en partes la grandeza de Cristo, venerable en la triple fuente de la Iglesia? Tal com está escrito: “yo soy Dios y fuera de mí no existe otro justo” (Isaías, 45, 21 y Oseas, 13,4) y “yo soy el primero y el último y más allá de mí no hay Dios; ¿quien podrá entonces parecerse a mí?” (Isaías,44, 6-7); igualmente en otro lugar: “yo soy el que soy y antes de mí no hubo otro y después de mí no habrá uno semejante a mí; yo soy Dios, y fuera de mí no habrá un salvador” (Isaías, 43, 10-11); y aún dice Moisés: “nuestro Señor Dios es uno” (Deuteronomio 6, 4), y Jeremías dice: “este es nuestro Dios y no consideramos ningún otro más allá de Él, que reveló todo el camino de sabiduría y se lo ofreció a su hijo Jacob y a su querida Israel; después de esto fue visto en la tierra y convivió con los hombres” (Baruc, 3, 36-38) Pues “Él es quien era, quien fue y quien será (Apocalipsis, 1, 8) y “el Verbo se hizo carne y habitó en nosotros” (Juan, 1,14) y visto por el siglo (mundo); crucificado, se hizo heredero de la vida, venciendo a la muerte y resucitando al tercer día, hecho forma del futuro, mostró la esperanza de nuestra resurrección y ascendiendo a los cielos, abrió el camino para los que llegan hasta Él, todo “en el Padre y el Padre en Él mismo” (Juan, 14, 11), para que se manifieste lo que está escrito: “gloria a Dios en las alturas y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad” (Lucas, 2, 14); También dice Juan: “tres son los que testimonian en la tierra: el agua, la carne y la sangre, y estos tres son uno; y tres son los que testimonian en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu, y estos tres son uno en Cristo Jesús” (I Juan, 5, 7-8. Reproducimos a continuación la cita de Ricardo Ventura: Comma Joanneum, citada por Prisciliano: “Tria sunt quae testimonium dicunt in terra aqua caro et sanguis et haec tria in unum sunt, et tria quae testimonium dicunt in caelo pater verbum et spiritus et haec in tria unum sunt in Christo Iesu”; Vulgata: “Hic est, qui venit venit per aquam et sanguinem, Iesus Christus; non in aqua solum sed in aqua et in sanguine. Et Spiritus est, qui testificatur, quoniam spiritus est veritas. Quia tres sunt, qui testificantur: Spiritus et aqua et sanguis; et hi tres in unum sunt”.
Incluímos: “The first work to quote the Comma Johanneum as an actual part of the Epistle's text appears to be the 4th century Latin homily Liber Apologeticus, probably written by Priscilian of Ávila”. Extraído de Wikipedia.)


Y puesto que queréis que vaya paso a paso en la exposición de nuestras creencias, aunque lo que a nosotros compete es aprender de vosotros, con todo, puesto que según el ejemplo de Dios quien, manifestando con sus obras quien era, quiso , no obstante, oír de sus discípulos quien era, o quien creían que era; puesto que queréis que os pruebe lo que ya conocéis, perdonadnos si nos alargamos hablando de los seguidores de nuestra fe o sobre sus detractores, que introducen el error para depravar las mentes de los infieles. Pues por culpa de aquellos que, mintiendo tanto contra los hombres de Cristo, nos hacen negar de la forma más prolija estas mentiras que ellos mismos cargan sobre sí. Sea anatema, pues, quien, creyendo en el mal de la herejía Patripasiana maltrata la fe católica, cuando está escrito lo que dice Pedro: "Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo” (Mateo, 16, 16) y en otro lugar; “quien tiene al hijo tiene vida, quien no tiene al hijo, no tiene vida” (I Juan, 5, 12); y también en otro lugar, cuando dice Él mismo: “El Padre y Yo somos uno” (Juan, 10, 30) y “Yo estoy en el Padre y el Padre en Mí” (Juan, 17, 21). En testimonio de esto se añade también en el Evangelio la confesión demoníaca que dice: "Tú eres Cristo, Hijo de Dios, ¿porqué viniste antes de tiempo a atormentarnos?” (Mateo, 8, 29). Sabemos que esto fue escrito, no porque Dios quiera el testimonio de los demonios, sino para que los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios, “se sientan obligados por los peores tormentos” (Hebreos, 10, 9) si ignoran las cosas que hasta los demonios reconocen. Para nosotros sólo hay "un Dios padre, de donde todo procede y nosotros en Él, y un Señor Jesús Cristo, por el cual son todas las cosas y nosotros por Él". (I Corintios, 8, 6). A la necedad de estos se une la herejía Novaciana, como si el error del pecado reapareciese siempre y este se limpiase con la repetición del bautismo; cuando la lectura apostólica atestigua: “un sólo bautismo, una sola fe, un solo Dios” (Efesios, 4, 5) y sabemos que "aunque un ángel del cielo nos anunciase otro evangelio distinto del que nos ha sido anunciado, es anatema” (Gálatas, 1, 8) Nosotros, en cambio, bautizados una vez en Cristo, "permaneciendo en aquello que ha pasado, avanzamos hacia aquello que está adelante, queremos alcanzar aquello por lo cual fuimos alcanzados", (Filipenses, 3 12. En versión diferente de la Vulgata) porque unidos en la fe, no tenemos, fuera de Jesucristo únicamente, otra defensa que la del bautismo, sabiendo que “Cristo vino en carne para salvar a los pecadores” (I Timoteo, 1, 15) y redimidos en Él, devolverlos a las normas de la vida eterna.

Continuaremos...

Saludos cordiales, Jesús Rodríguez



viernes, 1 de mayo de 2009

OROSIO Y PRISCILIANO. ANTROPOLOGÍA PRISCILIANISTA III. REENCARNACIÓN EN EL CRISTIANISMO

En el último escrito de la misma serie, anunciábamos la intención de comparar los puntos doctrinales priscilianistas que presenta Orosio, con la propia obra de Prisciliano. En aquel artículo decíamos que lo presentado por Orosio no concordaba “aparentemente”, en materia doctrinal, con el contenido de los tratados.

Vamos a intentar estudiar las ideas priscilianistas sobre el hombre en el ámbito más amplio del mundo conceptual de su tiempo.

Aunque posiblemente el estilo y el carácter de la obra de Prisciliano son diferentes de los del texto de Orosio, es posible, no obstante, encontrar muchas coincidencias entre sus contenidos. Prisciliano nos presenta alguno de estos contenidos fundamentados además, en los textos del Evangelio.

En el Tratado I encontramos una referencia a la reencarnación en una de sus citas al Evangelio. La cita procede, en una versión antigua, de: Santiago 3, 6; “rotam geniturae”, o rueda de la generación; en la Vulgata: “rotam nativitatis”, o rueda de los nacimientos; de la que se sigue la preexistencia del alma antes de su encarnación.

En los Evangelios canónicos existen escasas referencias a la reencarnación además de la citada por Prisciliano, concretamente en Juan 9, 1-3: “Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron, diciendo: Rabí, ¿Quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego? Contestó Jesús: ni pecó este ni sus padres…” y también, en los casos en los que se presenta a Juan Bautista como reencarnación de Elías, por ejemplo en Marcos 9, 10-13: “Se preguntaban qué era aquello de “cuando resucitase de entre los muertos”. Le preguntaron diciendo: ¿cómo es que dicen los escribas que primero ha de venir Elías… Yo os digo que Elías ha venido ya…” y Lucas 1, 17: “Y caminará delante del Señor en el espíritu y poder de Elías…” También en Mateo, 11, 13-14 y en 17, 10-13.

La polémica cuestión de la reencarnación fue motivo de controversia en el cristianismo antiguo oriental. Fue aceptada filosóficamente por algunos Padres de la Iglesia como Justino y especialmente Orígenes de Alejandría y rechazada por otros como Tertuliano, Metodio de Olimpo, Ireneo o Jerónimo…

Origenes trata sobre la preexistencia del alma que es inmaterial, sin principio ni fin. Existe por parte del alma un progreso constante, de eternidad en eternidad, hacia la perfección. Todos los espíritus fueron creados sin culpa y todos han de regresar al final, a su perfección original. El aprendizaje del alma se realiza en mundos apropiados para su desarrollo… Dice Orígenes, en: “De Principiis III, 1,23”

“Puede darse que alguien, por causas anteriores a esta vida sea ahora en esta vida un vaso de deshonor, se corrija y se convierta en la nueva creación en vaso de honor, santificado y útil al maestro, preparado para toda obra buena”

En Clemente de Alejandría encontramos una alusión a la preexistencia del alma en: Protréptico, 6,4: “En cambio, antes de la fundación del mundo, nosotros fuimos engendrados por Dios anteriormente, porque era necesario que viviéramos en Él, nosotros, las imágenes razonables del Logos de Dios, por el que somos antiguos, porque “en el comienzo era el Logos” (Gredos 1994)

Finalmente la cuestión queda zanjada por decreto imperial en el concilio ecuménico de Constantinopla del año 553. La condena la realiza el propio emperador Justiniano, mediante 15 anatemas, con la asistencia de 165 obispos y confirmado por el Papa Virgilio. Los tres primeros cánones dicen:

Canon. 1. Si alguno dice o siente que las almas de los hombres preexisten, como que antes fueron inteligentes y santas potencias; que se hartaron de la divina contemplación y se volvieron en peor y que por ello se enfriaron en el amor de Dios, de donde les viene el nombre de frías, y que por castigo fueron arrojadas a los cuerpos, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dice o siente que el alma del Señor preexistía y que se unió con el Verbo Dios antes de encarnarse y nacer de la Virgen, sea anatema.Can. 3. Si alguno dice o siente que primero fue formado el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Santa Virgen y que después se le unió Dios Verbo y el alma que preexistía, sea anatema.

Can. 3. Si alguno dice o siente que primero fue formado el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Santa Virgen y que después se le unió Dios Verbo y el alma que preexistía, sea anatema.

La idea de reencarnación, a pesar de venir expresada en el Evangelio y ser aceptada por muchos filósofos cristianos, no formó verdaderamente parte del cristianismo. Para el cristiano lo verdaderamente importante era el mensaje de salvación. El cristianismo prometía el reino de los cielos, la vida del espíritu a quienes, mediante la fe, aceptaban el mensaje cristiano y el acto ritual de participar “del cuerpo y la sangre de Cristo”.

Los hechos evangélicos más importantes fueron cambiando con el tiempo y el lugar. Por ejemplo, para Pablo el hecho Evangélico más importante es el de la resurrección de Cristo, mediante el cual se vuelve posible la resurrección, y por tanto la salvación, del discípulo cristiano, esto se halla recogido sobre todo en la 1ª Epístola a los corintios, capítulo 15. Con el tiempo, en la iglesia católica, este momento fue desplazado en importancia por la pasión, el sufrimiento y la muerte de Jesús.

Pero ¿son compatibles reencarnación y resurrección o salvación? ¿Es lo mismo una cosa y otra? Las dos ideas las encontramos en Prisciliano y hacen referencia a realidades muy distintas.

En algunas tradiciones, entre ellas la judeocristiana, el origen del hombre y su primitivo estado están ligados a la divinidad; puede decirse incluso, que el hombre es de naturaleza divina y espiritual. Encontramos un testimonio de la divinidad del hombre en el Evangelio de Juan. Inaceptable para el monoteísmo judío, Jesús apela a la Escritura judía para justificar su “título” de Hijo de Dios, título, por otra parte, muy común en la tradición religiosa y mistérica antigua: “Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios. Jesús les replicó: ¿No está escrito en vuestra Ley: “Yo digo: Dioses sois”?” (Juan, 10,34. Nácar-Colunga BAC).

Jesús se refiere al pasaje de los Salmos 81, 6-7: “Os he dicho que sois dioses y todos hijos del altísimo”

Pero la condición en la que vive el hombre muestra su ruptura con la divinidad. El hombre ha sido expulsado del Paraíso, del Jardín de los Dioses o del coro celeste, como dice Platón. Y se ha establecido en un cuerpo terrestre, como dice por ejemplo Platón en Fedro. En el Génesis el hombre expulsado del Paraíso se viste con pieles de animales en referencia al cuerpo “animal”, sede de las pasiones que sufre el alma a causa de su atadura corporal; y en el cristianismo antiguo, deudor de la tradición judía y griega, ese mundo al que llega el hombre exiliado, está regido por las Potestades y Principados “de este mundo”, llamados también “terrígenos”, creadores o regentes, según los casos, del mundo terrenal. Esto es lo que representa el diablo o Satán: la oposición a Dios y la muerte. El olvido y la ignorancia del mundo celeste, como consecuencia de la influencia del mundo terrestre oscuro y opaco. El cuerpo, de naturaleza terrenal, “a la cual llama el apóstol “apariencia del mundo y hombre viejo” (Colosenses 3,9) y aunque ha sido creada por la mano de Dios, sin embargo, por ser hermana del nacimiento terrenal, al participar del barro, ha oscurecido el “linaje divino” (Act. 17,28) de los hombres con las trampas del nacimiento terrenal” Dice Prisciliano en el Tratado VI citando dos veces el Evangelio. En su canon XXXII a las Epístolas de Pablo dice: “El hombre viejo es exterior, se corrompe y en él se destruye el cuerpo del pecado y el apóstol le llama casa terrenal y vaso de barro”.

Pero estas concepciones sobre el cuerpo también las encontramos en la Grecia antigua, en la línea más órfica y pitagórica del platonismo, por ejemplo en el Gorgias, Fedro o el Fedón.

Sócrates cuenta a Fedro que el alma es de origen celeste, pero que debido a su inexperiencia o debilidad, cae en el cuerpo y este se convierte en un obstáculo, en una prisión o en un sepulcro.

“Hemos de intentar ahora decir cómo el ser viviente ha venido a llamarse “mortal” e “inmortal”. Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado, y recorre todo el cielo, revistiendo unas veces una forma y otras, otra. Y así, cuando es perfecta y alada vuela por las alturas y administra todo el mundo; en cambio, la que ha perdido las alas es arrastrada hasta que se apodera de algo sólido donde se establece tomando un cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo a causa de la fuerza de aquella, y este todo, alma y cuerpo unidos, se llama ser viviente y tiene el sobrenombre de mortal…”

“Siendo a su vez, integras, inmóviles y beatíficas las visiones que durante nuestra iniciación y al término de ella contemplábamos en un resplandor puro, puros nosotros y sin la marca de este sepulcro que ahora llamamos cuerpo, que nos rodea y al que estamos encadenados…”
(Obras completas, Aguilar, 1969)

Volveremos con más detalle sobre más esta cuestión en otro artículo.

Podemos decir que para la tradición cristiana, el alma, de origen celeste, se encuentra prisionera, encadenada en su sepulcro de carne y sangre, el cuerpo material “de este mundo”, en donde debe resucitar. El alma se encuentra sometida a la ley terrenal de lo corporal, a las pasiones y a su “quirógrafo” o balance de las deudas contraídas por el alma en su vagar errante a través de encarnaciones. Prisionera también de las influencias zodiacales, nos atrevemos a decir, pues en el Tratado V, o del Génesis dice: “fueron establecidos los cursos del año y las disposiciones de las estrellas”.

La preexistencia del alma y el registro o “quirógrafo” de sus acciones durante le curso de sus encarnaciones y las influencias zodiacales son elementos comunes tanto en el escrito de Orosio como en los textos de Prisciliano. Además, es común en ambos textos la idea de que Cristo liberó al hombre de los efectos de ese “registro” mediante su pasión y su muerte y devuelve al hombre a su primitiva condición de hijo de Dios, renacido de Dios y semejante a Él. Inmortal, liberado y unido a Dios para toda la eternidad.

“…viniendo en carne derribó la constitución del decreto (quirógrafo) anterior, y clavando en el patíbulo de la gloriosa cruz las maldiciones de la dominación terrena, Él, que es inmortal y no puede ser vencido por la muerte, murió por la eternidad de los mortales.” (Tratado IV. De la Pascua)

“Cristo es nuestra paz, y por eso, disolviendo las enemistades en la cruz, borró el quirógrafo que estaba contra nosotros, derribando el muro de separación.” (Canon XVIII)

En otro artículo buscaremos la continuación y el contexto de estas ideas en el mundo antiguo y más adelante, si ello es posible, trataremos sobre la cuestión del proceso y vía de salvación, liberación o inmortalidad del hombre en Prisciliano y su tiempo.

Saludos cordiales, Jesús Rodríguez.