“Hubo un momento en el que el Hijo no existía”, esta es una fórmula clave de la disputa arriana, opuesta a la ortodoxia que se impuso en el Concilio de Nicea. Se trata de una fórmula más helenística que judeocristiana, a la par que algo más lógica, pues de ella resultaría que el Hijo es una criatura más, una primera y más preeminente criatura que ninguna otra, si se quiere, pero una criatura al fin, que en algún momento fue creada. Esto era más fácil de comprender para una mentalidad helenística y platonizante, para la que el primer principio era un concepto metafísico, que de aceptar para los cristianos herederos del Antiguo Testamento, y que pretendían salvar contra viento y marea la unidad de naturaleza de una Santísima Trinidad, algo más personalizada; tampoco interesaba al nuevo emperador cristiano, que acariciaba la idea de una monarquía divina de la misma naturaleza que el único Dios, y que se consideraba el sucesor del Cristo.
La ortodoxia anti-arriana finalmente optó por soluciones muy complejas y carentes de lógica, disciplina ésta que, hasta la fecha, había presidido toda especulación metafísica. Con teólogos cristianos como Alejandro y Atanasio de Alejandría, tendremos que echar mano del dogma de fe, pues la solución de un Padre y un Hijo de idéntica esencia carece de todo fundamento lógico. Lo que hoy reza “el Hijo de la misma naturaleza que el Padre”, en el Credo católico, en los términos de la disputa del siglo IV, rezaba así: "homooúsios" o "cosubstancialidad", aunque traduce mejor por “idéntica esencia”, entre las dos hipóstasis, Padre e Hijo. Sin embargo, no existía un precedente lógico ni metafísico para tal expresión, inventada por los padres de Nicea, que no ha dejado de dar problemas a la teología cristiana, mientras ésta se ha ocupado de la naturaleza de los primeros principios.
La fórmula de Arrio tenía la virtud de ser más lógica y más tradicional, ya que el primer Cristianismo no se había planteado la cuestión de la naturaleza del Cristo, de una forma directa, ni el propio Orígenes resolvió el tema de forma clara. La versión más judaizante, reconocía la supremacía del Padre, y consideraba a Jesús como un hombre que, por su fiel obediencia a la Ley, había sido “adoptado” como el Hijo de Dios, sin serlo por tanto de forma esencial. A esto se le llamó “adopcionismo”. Sin embargo, si nos atenemos a la natividad evangélica, tenemos que concluir que Jesús fue divino desde su concepción, y si además lo identificamos con el Logos del Evangelio de Juan, incluso antes de la concepción, ya era Dios. Sin embargo, se trataría de un Dios de segunda categoría, el Logos es algo que emana de Dios, pero la teoría de la emanación nos aproxima demasiado al gnosticismo, que hasta Arrio rechazaba, por tanto, Jesús, el Cristo, el Logos divino, es una criatura, una creación de Dios, del Padre, que es una Mónada, una Unidad, eterna, primera y simplicísima. Esto se calificó de “subordinacionismo”, y encaja perfectamente con las doctrinas de Filón de Alejandría sobre el Logos-Sabiduría, y sobre todo con la teología de Orígenes en su Tratado sobre los Principios y el Comentario al Evangelio de Juan.
Origenes, como buen continuador de la Escuela Alegórica judía de Alejandría, en algún pasaje de su extensa obra, se había decantado claramente por el subordinacionismo: “Nosotros aceptamos la palabra del Salvador: “El Padre que me envió es mayor que yo” (Jn 14,28), por la cual no acepta la apelación de “bueno” que le es dada en su sentido propio, verdadero y pleno, sino que la refiere agradecido al Padre, reprochando al que quería glorificar al Hijo más de lo justo. Afirmamos que lo mismo el Salvador que el Espíritu Santo no pueden ponerse en parangón con ninguna de las cosas creadas, sino que las sobrepasan con una trascendencia sobreeminente; pero al mismo tiempo son sobrepasados por el Padre cuanto el Salvador y el Espíritu Santo sobrepasan a los demás seres y aún más. No es necesario que digamos cuánta es la gloria del Hijo que sobrepasa a los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades y todo otro ser que pueda ser nombrado no sólo de este siglo, sino también del futuro, trascendiendo además a los santos ángeles y espíritus y almas de los justos. Sin embargo, siendo superior a tantos y tan grandes seres por su sustancia, su dignidad, su poder, su divinidad – siendo el Logos viviente – su sabiduría, no puede parangonarse en nada con el Padre. En efecto, él es la imagen de su bondad y esplendor, no ya de Dios, sino de su gloria y de su luz eterna, emanación, no ya del Padre, sino de su poder, profluvio genuino de su gloria omnipotente, espejo sin mancha de su actividad, por el cual espejo Pablo y Pedro y los que se les asemejan contemplan a Dios, pues dice: “El que me ve a mí, ve al Padre que me envió” (Jn 14, 9)” (Com. in Jo. XIII, 152-152). Y es que Orígenes había identificado a Dios con el Primer Principio de los pitagóricos: “No se ha de pensar que Dios sea un cuerpo o esté recluido en un cuerpo, sino que es una naturaleza inteligible simplicísima, que no admite en absoluto adjunción de ningún tipo; no se ha de creer, por tanto, que él tenga en sí mismo algo de más o de menos, sino que es en todos los aspectos una Mónada (monás), como aquel que dice, una Henade (henás), así como noûs y fuente…” (De principiis I.6). Esto supone la asunción por parte de Orígenes de la teoría neoplatónica y pitagórica que identifica el Primer Principio con el Uno, de una naturaleza simplicísima. Además, identifica este Uno con el Noûs, el Intelecto divino, lo que le permite una cierta actividad creativa.
Felices vacaciones,
La ortodoxia anti-arriana finalmente optó por soluciones muy complejas y carentes de lógica, disciplina ésta que, hasta la fecha, había presidido toda especulación metafísica. Con teólogos cristianos como Alejandro y Atanasio de Alejandría, tendremos que echar mano del dogma de fe, pues la solución de un Padre y un Hijo de idéntica esencia carece de todo fundamento lógico. Lo que hoy reza “el Hijo de la misma naturaleza que el Padre”, en el Credo católico, en los términos de la disputa del siglo IV, rezaba así: "homooúsios" o "cosubstancialidad", aunque traduce mejor por “idéntica esencia”, entre las dos hipóstasis, Padre e Hijo. Sin embargo, no existía un precedente lógico ni metafísico para tal expresión, inventada por los padres de Nicea, que no ha dejado de dar problemas a la teología cristiana, mientras ésta se ha ocupado de la naturaleza de los primeros principios.
La fórmula de Arrio tenía la virtud de ser más lógica y más tradicional, ya que el primer Cristianismo no se había planteado la cuestión de la naturaleza del Cristo, de una forma directa, ni el propio Orígenes resolvió el tema de forma clara. La versión más judaizante, reconocía la supremacía del Padre, y consideraba a Jesús como un hombre que, por su fiel obediencia a la Ley, había sido “adoptado” como el Hijo de Dios, sin serlo por tanto de forma esencial. A esto se le llamó “adopcionismo”. Sin embargo, si nos atenemos a la natividad evangélica, tenemos que concluir que Jesús fue divino desde su concepción, y si además lo identificamos con el Logos del Evangelio de Juan, incluso antes de la concepción, ya era Dios. Sin embargo, se trataría de un Dios de segunda categoría, el Logos es algo que emana de Dios, pero la teoría de la emanación nos aproxima demasiado al gnosticismo, que hasta Arrio rechazaba, por tanto, Jesús, el Cristo, el Logos divino, es una criatura, una creación de Dios, del Padre, que es una Mónada, una Unidad, eterna, primera y simplicísima. Esto se calificó de “subordinacionismo”, y encaja perfectamente con las doctrinas de Filón de Alejandría sobre el Logos-Sabiduría, y sobre todo con la teología de Orígenes en su Tratado sobre los Principios y el Comentario al Evangelio de Juan.
Origenes, como buen continuador de la Escuela Alegórica judía de Alejandría, en algún pasaje de su extensa obra, se había decantado claramente por el subordinacionismo: “Nosotros aceptamos la palabra del Salvador: “El Padre que me envió es mayor que yo” (Jn 14,28), por la cual no acepta la apelación de “bueno” que le es dada en su sentido propio, verdadero y pleno, sino que la refiere agradecido al Padre, reprochando al que quería glorificar al Hijo más de lo justo. Afirmamos que lo mismo el Salvador que el Espíritu Santo no pueden ponerse en parangón con ninguna de las cosas creadas, sino que las sobrepasan con una trascendencia sobreeminente; pero al mismo tiempo son sobrepasados por el Padre cuanto el Salvador y el Espíritu Santo sobrepasan a los demás seres y aún más. No es necesario que digamos cuánta es la gloria del Hijo que sobrepasa a los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades y todo otro ser que pueda ser nombrado no sólo de este siglo, sino también del futuro, trascendiendo además a los santos ángeles y espíritus y almas de los justos. Sin embargo, siendo superior a tantos y tan grandes seres por su sustancia, su dignidad, su poder, su divinidad – siendo el Logos viviente – su sabiduría, no puede parangonarse en nada con el Padre. En efecto, él es la imagen de su bondad y esplendor, no ya de Dios, sino de su gloria y de su luz eterna, emanación, no ya del Padre, sino de su poder, profluvio genuino de su gloria omnipotente, espejo sin mancha de su actividad, por el cual espejo Pablo y Pedro y los que se les asemejan contemplan a Dios, pues dice: “El que me ve a mí, ve al Padre que me envió” (Jn 14, 9)” (Com. in Jo. XIII, 152-152). Y es que Orígenes había identificado a Dios con el Primer Principio de los pitagóricos: “No se ha de pensar que Dios sea un cuerpo o esté recluido en un cuerpo, sino que es una naturaleza inteligible simplicísima, que no admite en absoluto adjunción de ningún tipo; no se ha de creer, por tanto, que él tenga en sí mismo algo de más o de menos, sino que es en todos los aspectos una Mónada (monás), como aquel que dice, una Henade (henás), así como noûs y fuente…” (De principiis I.6). Esto supone la asunción por parte de Orígenes de la teoría neoplatónica y pitagórica que identifica el Primer Principio con el Uno, de una naturaleza simplicísima. Además, identifica este Uno con el Noûs, el Intelecto divino, lo que le permite una cierta actividad creativa.
El filósofo pagano Plotino, coincide en identificar al Uno con el Primer Principio, pero éste es superior al Noûs, y además este Uno plotiniano ni siquiera es activo, pues es totalmente autosuficiente, eterno e impasible. Así, mientras que Orígenes se sitúa más en una línea medio platónica, heredera de la tradición que arranca con Jenócrates, tercer director de la Academia de Atenas, y según la cual el primer principio, al igual que Aristóteles, es Inteligencia; con Plotino regresa Espeusipo, segundo director de la Academia, que seguía una línea más pitagórica dentro del platonismo.
En Orígenes tenemos una mezclar algo arbitraria de las dos corrientes, Dios padre es Henade (Uno pitagórico) e Intelecto (Noûs aristotélico), ahora bien, lo que sí que es evidente, es que la segunda hipóstasis de la Trinidad divina, el Hijo, es de naturaleza y rango inferior al Uno-Intelecto, y por tanto, vino después. Esto es lo que recoge Arrio y, en general, todos los origenistas del momento.
Arrio (260 – 336) era originario de Libia, y fue presbítero de Alejandría, y condiscípulo de Eusebio de Nicomedia de Luciano de Antioquia, tuvo alguna implicación en el cisma meleciano, durante las persecuciones de Diocleciano y Galerio (303 -311); pero la gran crisis que conmocionó al Oriente cristiano fue por su disputa, que arranca en torno al año 318, con el obispo metropolitano Alejandro de Alejandría, con el que mantendrá una dura polémica teológica, sobre la Trinidad y la naturaleza de Cristo. La disputa se institucionalizó cuando Arrio fue expulsado de Alejandría y excomulgado. Arrio se refugió entonces en Cesarea, donde los discípulos de Origenes habían creado una importante Escuela, enriquecida con una importante biblioteca filosófica, y regentada por el obispo de Cesarea, Eusebio, que junto con el otro Eusebio de Nicomedia, rehabilitaron a Arrio en un sínodo celebrado en Bitinia.
Alejandro de Alejandría escribió un gran número de cartas contra Arrio y sus doctrinas, hasta que el conflicto llegó a oídos del Emperador Constantino, que encargó a Osio de Córdoba la misión de mediar en la lucha doctrinal que amenazaba la paz dentro del Imperio. En mayo de 325 se celebra el primer Concilio de Nicea, presidido por el Emperador, donde se condenan las doctrinas de Arrio, y se fija el Símbolo de Nicea, como un intento de resolver la cuestión de la Trinidad, que se aprueba por convención y bajo la imposición del Emperador. Así, la polémica filosófica se resolvía por medio de real decreto, y con una fórmula completamente absurda y necesariamente dogma de fe, pues la solución crea una nueva categoría filosófica: el "homooúsios" o cosubstancialidad, que es el invento de los padres niceanos para explicar la relación entre las tres personas de la Santísima Trinidad. La realidad es que no supieron salir al paso por la vía racional y con los conceptos filosóficos existentes: hypóstasis (que vendría a traducirse por substancia), ousía (esencia), etc. La solución de Arrio aunque es más filoniana que cristiana, era más racional que el engendro filosófico fijado en Nicea, y que ha subsistido en el Credo hasta nuestros días.
El problema ya se plantea en la obra de Orígenes: Si Dios es una Mónada inteligible y simplicísima, eterna e indivisible (Orígenes, De principiis I.6), entonces ¿cómo puede engendrar al Cristo (llamado el Logos y Sabiduría por las Santas Escrituras)? Desde el primer momento, la gran mayoría de cristianos creían en una cierta subordinación del Padre con el Hijo, muy en la línea de Filón de Alejandría, para quien el Logos-Sabiduría es una de las Potencias divinas, incluso un Arcángel, pero que por supuesto no es Dios, y no tiene su misma naturaleza.
Arrio (260 – 336) era originario de Libia, y fue presbítero de Alejandría, y condiscípulo de Eusebio de Nicomedia de Luciano de Antioquia, tuvo alguna implicación en el cisma meleciano, durante las persecuciones de Diocleciano y Galerio (303 -311); pero la gran crisis que conmocionó al Oriente cristiano fue por su disputa, que arranca en torno al año 318, con el obispo metropolitano Alejandro de Alejandría, con el que mantendrá una dura polémica teológica, sobre la Trinidad y la naturaleza de Cristo. La disputa se institucionalizó cuando Arrio fue expulsado de Alejandría y excomulgado. Arrio se refugió entonces en Cesarea, donde los discípulos de Origenes habían creado una importante Escuela, enriquecida con una importante biblioteca filosófica, y regentada por el obispo de Cesarea, Eusebio, que junto con el otro Eusebio de Nicomedia, rehabilitaron a Arrio en un sínodo celebrado en Bitinia.
Alejandro de Alejandría escribió un gran número de cartas contra Arrio y sus doctrinas, hasta que el conflicto llegó a oídos del Emperador Constantino, que encargó a Osio de Córdoba la misión de mediar en la lucha doctrinal que amenazaba la paz dentro del Imperio. En mayo de 325 se celebra el primer Concilio de Nicea, presidido por el Emperador, donde se condenan las doctrinas de Arrio, y se fija el Símbolo de Nicea, como un intento de resolver la cuestión de la Trinidad, que se aprueba por convención y bajo la imposición del Emperador. Así, la polémica filosófica se resolvía por medio de real decreto, y con una fórmula completamente absurda y necesariamente dogma de fe, pues la solución crea una nueva categoría filosófica: el "homooúsios" o cosubstancialidad, que es el invento de los padres niceanos para explicar la relación entre las tres personas de la Santísima Trinidad. La realidad es que no supieron salir al paso por la vía racional y con los conceptos filosóficos existentes: hypóstasis (que vendría a traducirse por substancia), ousía (esencia), etc. La solución de Arrio aunque es más filoniana que cristiana, era más racional que el engendro filosófico fijado en Nicea, y que ha subsistido en el Credo hasta nuestros días.
El problema ya se plantea en la obra de Orígenes: Si Dios es una Mónada inteligible y simplicísima, eterna e indivisible (Orígenes, De principiis I.6), entonces ¿cómo puede engendrar al Cristo (llamado el Logos y Sabiduría por las Santas Escrituras)? Desde el primer momento, la gran mayoría de cristianos creían en una cierta subordinación del Padre con el Hijo, muy en la línea de Filón de Alejandría, para quien el Logos-Sabiduría es una de las Potencias divinas, incluso un Arcángel, pero que por supuesto no es Dios, y no tiene su misma naturaleza.
La Escuela Catequética de Alejandría estaba ligada a la tradición alegórica judía, Eusebio de Cesarea habla en su Historia Eclesiástica de una “escuela de discurso sagrado (didaskaleíou tôn hierôn lógôn)” y que además existía por “antigua costumbre” en el siglo II, cuando era regentada por Panteno y Clemente, por lo que seguramente se trata de la misma Escuela alegórica de Filón de Alejandría, a la que se habrían incorporado algunos cristianos, que en el fondo no eran más que una secta judía, todavía en el siglo II.
El Cristianismo no tuvo un tronco común hasta que, a principios del siglo IV, Constantino el Grande, por motivos políticos, lo convirtió en religión de Estado. Pero incluso entonces, fueron necesarios muchos siglos para ir fijando los dogmas católicos, y eliminar a los teólogos heterodoxos que ahora serán considerados enemigos de la religión imperial. Los sínodos y concilios eran los instrumentos para juzgar y sentenciar a la heterodoxia y sus representantes. Se trataba de algo así como un tribunal que juzgaba las doctrinas de algún obispo, presbítero o teólogo, para lo cual el concilio reunía a, por ejemplo, todos los obispos y presbíteros relevantes dentro de una jurisdicción. La jerarquía la formaban los obispos de las grandes metrópolis, de los que dependían los de las poblaciones más pequeñas. Hasta mediados del siglo V, en el Concilio de Calcedonia, que estableció una pentarquía formada por los Patriarcas de Roma, Constantinopla, Jerusalén, Alejandría y Antioquia, los obispos metropolitanos gozaban de una cierta autonomía, por lo que generalmente convocaban sínodos y concilios para anatemizar a sus enemigos ideológicos y políticos. Las decisiones de los sínodos y concilios eran apelables ante el Emperador, que era realmente la cabeza de la religión imperial.
El Cristianismo no tuvo un tronco común hasta que, a principios del siglo IV, Constantino el Grande, por motivos políticos, lo convirtió en religión de Estado. Pero incluso entonces, fueron necesarios muchos siglos para ir fijando los dogmas católicos, y eliminar a los teólogos heterodoxos que ahora serán considerados enemigos de la religión imperial. Los sínodos y concilios eran los instrumentos para juzgar y sentenciar a la heterodoxia y sus representantes. Se trataba de algo así como un tribunal que juzgaba las doctrinas de algún obispo, presbítero o teólogo, para lo cual el concilio reunía a, por ejemplo, todos los obispos y presbíteros relevantes dentro de una jurisdicción. La jerarquía la formaban los obispos de las grandes metrópolis, de los que dependían los de las poblaciones más pequeñas. Hasta mediados del siglo V, en el Concilio de Calcedonia, que estableció una pentarquía formada por los Patriarcas de Roma, Constantinopla, Jerusalén, Alejandría y Antioquia, los obispos metropolitanos gozaban de una cierta autonomía, por lo que generalmente convocaban sínodos y concilios para anatemizar a sus enemigos ideológicos y políticos. Las decisiones de los sínodos y concilios eran apelables ante el Emperador, que era realmente la cabeza de la religión imperial.
Victima de los juegos del poder fue Arrio, presbítero alejandrino, excelente orador, cuyo único delito fue intentar concretar una cuestión que en la obra de Orígenes no queda demasiado clara, pese a la profundidad de la teología del alejandrino. Sus tesis le enfrentaron a su metropolitano, el obispo de Alejandría, primero Alejandro y luego Atanasio. Pero Arrio, contó con el apoyo de dos importantes personajes, figuras muy próximas al Emperador Constantino: Eusebio de Nicomedia, a la sazón pariente del Emperador y muy querido por las Damas de la Corte Imperial, y Eusebio de Cesarea, en aquel momento el obispo más sabio y respetado del Imperio. La disputa arriana en realidad enmascaró la batalla de los dos Eusebios contra los metropolitanos de Alejandría, y a la vez, suponía la necesidad de resolver un problema que no estaba en absoluto resuelto en la teología anterior: la relación entre las tres personas de la Santísima Trinidad Cristiana, un tema que evidencia las importantes dificultades que tenía la interpretación alegórica, estilo principal de la teología alejandrina, que consiste básicamente en interpretar las Santas Escrituras, con categorías y discurso propios de la Filosofía.
Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea, los dos grandes polemistas, fueron la verdadera raíz del problema arriano, pues ambos estaban muy bien relacionados en la corte imperial, y gozaban de bastante poder. Eran, sobre todo, origenistas, no dispuestos a transigir con una formula intermedia, que traicionase la teología del gran maestro, Orígenes. El de Nicomedia era condiscipulo con Arrio de Luciano de Antioquía, a la par que enemigo declarado de Alejandro obispo de Alejandría, el perseguidor de Arrio, gozaba de gran influencia en la corte imperial, y llegará a ser más tarde metropolitano de Constantinopla (339-342). Por su parte, Eusebio de Cesarea tenía en su jurisdicción episcopal la Escuela y Biblioteca que había dejado Orígenes en Cesarea, de la que había sido conservador Pánfilo, su maestro. Los dos Eusebios defendieron a Arrio a ultranza, y a través de él, la tesis subordinacionista de Orígenes. Durante las sesiones del Concilio de Nicea, fue Eusebio de Nicomedia quien planteó la aporía: si Cristo es derivado del Padre no por creación, sino por generación, entonces son ambos de idéntica naturaleza, lo que supone que la Mónada divina se escindió en dos. Esta era la cuestión que no quedaba bien resuelta fuera del subordinacionismo origenista.
La tradición filoniana y origenista suponía que Dios Padre era una Mónada, el Uno, creador del Hijo, el Logos, para la creación del mundo. Como puede comprobarse esta teología cristiana no es otra cosa que el resultado de la hermenéutica alegórica de Orígenes, que a su vez la había aprendido en la Escuela Judía de Alejandría fundada por Filón, y que básicamente consistía en interpretar las Escrituras, tanto judías como cristianas, a través del discurso y con los términos de la Filosofía pagana. “Principio”, “Mónada”, “Uno”, “Noûs”, “Logos”, “Sophia”, eran términos filosóficos básicos, algunos de los cuales ya aparecían introducidos en textos religiosos como el Evangelio de Juan o las Cartas de Pablo, e incluso en algunos textos judíos de época helenística, que en su mayoría están escritos en clave mítica o moral. Aquellos conceptos filosóficos, sin embargo, tenían otra función muy distinta a la mera revelación mítica o moral, el discurso filosófico nace con una intención epistemológica, pretende dar una explicación racional del origen de las cosas, de hecho la teología de Aristóteles era una ciencia, una ciencia del ser, la metafísica era la ciencia misma, y por ello requería de un método racional y lógico. Por tanto, la teología o metafísica, no debía renunciar a la racionalidad, si quería ser una verdadera ciencia. Es evidente que esto se acaba tras el Concilio de Nicea, la teología cristiana renuncia a la lógica y la razón, cuando inventa el términos como "homooúsios" aplicado a los principios, pues dicho término, en este contexto, no tiene ninguna base racional, veamos porqué.
Platón había colocado la actividad creadora del mundo (cosmos) imperfecto, en manos de un Dios “segundo”: el Demiurgo, que se identifica totalmente con el Noûs o Inteligencia ordenadora del Anaxágoras. Por encima de este Demiurgo estaba toda la realidad inteligible, en cuya cúspide, según la República, se encontraba la idea de Bien. Por influencia pitagórica la idea de Bien se identifica con el Uno, el Primer Principio. A Platón le sucede en la dirección de la Academia su sobrino, el pitagórico Espeusipo, quien establecerá rangos diferenciados entre el Uno y el Intelecto, estos serán dos principios claramente diferenciados y subordinados, el Intelecto se ordena en la medida que participa del Uno. Esta idea pitagórica será rechazada por Aristóteles, quien disputará con Espeusipo sobre la naturaleza del Primer Principio. Para el estagirita el Primer Principio es el Intelecto (Noûs) que se piensa a si mismo y su pensamiento es pensamiento de pensamiento. A Espeusipo le sucedió Jenócrates en la dirección de la Academia, éste influenciado por Aristóteles matizó las tesis de su predecesor, en el sentido de que, si bien el Primer Principio era el Uno, este Uno era inteligible, un primer Noûs, del que procedía el segundo Noûs, que sería el Demiurgo, el creador del mundo. La tesis de Espeusipo sobre la distinción de las hipóstasis, Uno y Noûs será la mantenida por Plotino, filósofo pagano contemporáneo de Orígenes; por el contrario, el Platonismo Medio pagano, anterior a Plotino, defenderá la idea de dos Intelectos, el primero y más excelso y trascendente, y el segundo inferior, creador del mundo imperfecto en el que vivimos.
Filón de Alejandría, filósofo judío del siglo I, mantendrá esta última tesis: el Dios verdadero de Israel es una Mónada inteligible pura e inaccesible, por su simplicidad, sólo cognoscible por medio de sus divinas Potencias, y que crea el mundo por medio del Logos-Sabiduría, una entidad angélica preeminente. Esta idea fue recogida en el prólogo del Evangelio de Juan, donde el Logos se encuentra en el principio ante Dios. Orígenes interpreta todo esto en una línea muy filoniana, aunque como cristiano, orígenes diviniza al Logos, cosa que Filón, como buen judío, no podía hacer, pues para los judíos sólo hay un único Dios. Ya hemos visto como Orígenes resuelve estas dificultades estableciendo una cierta subordinación de las hipóstasis, el Padre es una Mónada inteligible, que ha engendrado al Hijo, el Logos, creador de cuanto existe, y que se hizo carne en medio de su creación, para conducirla de nuevo hacia el Padre. Estas ideas son muy platónicas, y la filosofía de Orígenes no es difícil enmarcarla en el contexto del Platonismo medio de su época.
La mayor parte de obispos con una cierta formación intelectual eran origenistas en los tiempos de Arrio. El Concilio de Nicea, que tenía por finalidad examinar la heterodoxia de las tesis de Arrio, estaba formado por 381 obispos, en su mayoría origenistas, que, sin embargo, se plegaron a las exigencias del emperador Constantino. Por ello cuando Eusebio de Nicomedia planteó la aporía relativa a la escisión de la Mónada paterna, la cosa sonó horrible a los oídos educados en la tradición alegórica de Orígenes. Arrio estaba presentando la dificultad racional de entender al Padre y al Hijo como cosubstanciales y coeternos: “Si nunca sucedió que el Hijo no fuera, sino que Él es eterno y coexiste con el Padre, no deberíais llamarle Hijo del Padre, sino Hermano.” Forzosamente tenemos dos mónadas, y hemos perdido al primer principio, esta dificultad sólo se salva, desde el punto de vista racional, con el subordinacionismo origenista, que mantenía Arrio y los dos Eusebios. De lo contrario tenemos que tomar un camino distinto, que es el que siguió la Iglesia Imperial: renunciar a la razón, establecer un dogma de fe, dado el callejón sin salida al que se llega con la cosubstancialidad.
Creemos por tanto, que la solución arriana, en lo que respecta a la naturaleza del Cristo y la Trinidad cristiana, es más lógica y racional, y no precisa de dogmas de fe, aunque un sistema mucho más elegante que el de Orígenes es el de su contemporáneo: el filósofo pagano Plotino y sus predecesores, Porfírio, Proclo o Damascio, donde se resuelve con una gran elegancia y racionalidad el problema de las distintas hipóstasis, pero, eso sí, hay que renunciar a la idea del dios único…
A continuación reproducimos algunos fragmentos de la obra de Arrio Thalia o El Banquete, recogidos en el Primer discurso contra Arrianos de Atanasio de Alejandría:
(5) Dios no fue siempre Padre, pues hubo una vez que Dios estaba solo, y no era todavía Padre, pero después Él fue Padre. El Hijo no fue siempre; todas las cosas fueron hechas de la nada, como todas las criaturas y cosas existentes, así el Logos de Dios mismo fue hecho de la nada, y hubo un tiempo en el que él no existía, él no estaba antes de sus creaciones, pues el Logos como lo demás tiene un origen creado. Dios estaba solo, y el Logos no estaba todavía, ni la Sabiduría.
Entonces, deseando formarnos, Él, Dios, creó a un Ser, al que nombró Logos, Sabiduría e Hijo, a fin de que Él nos pudiera crear a través suyo. Por consiguiente, Arrio nos está diciendo que hay dos Sabidurías, primero, el atributo cosubstancial a Dios, y luego, en esta Sabiduría el Hijo fue originado, y fue denominado Sabiduría y Logos por participar en ellos. Pues la Sabiduría, dice, por la voluntad del Dios sabio, tiene su existencia en la Sabiduría.
E igualmente dice, que hay otro Logos en Dios, además del Hijo, y que el Hijo, como partícipe de ello, es llamado Logos e Hijo, según la Gracia. Y también es una idea propia de su herejía, según se desprende de otros trabajos suyos, que hay muchas potencia (dynamis); una de las cuales es el propio Dios en la Naturaleza y la Eternidad; pero Cristo, por otra parte, no es la auténtica dynamis de Dios; sino, como las demás, una de las llamadas dynamis, es una de ellas, llamada en las Escrituras: la langosta y la oruga, no una mera dynamis, sino la Gran Dynamis. Las otras son muchas, y son como el Hijo, y de ellas habla David en los Salmos cuando dice: 'el Señor de los anfitriones o ' de las dynamis.'
Y por naturaleza, como todas las demás, el Logos puede alterarse, y permanece bueno por propia voluntad, mientras Él así lo decide; y cuando Él quiere puede alterarse, como nosotros, que somos de naturaleza alterable. Por lo tanto, dice Arrio, sabiendo Dios anticipadamente que Él sería bueno, le concedió anticipadamente su Gloria, que luego, como hombre alcanzó gracias a la virtud. Así, en consecuencia, conociendo anticipadamente sus obras, quiso Dios que fueran y le trajo a la existencia.
(6) El Logos no es el Dios único, a pesar de que es llamado Dios, Él no forma parte del Dios único, sin embargo, por su participación en la Gracia, Él, como otros, es Dios sólo en el nombre. Y mientras que todos los seres son extraños y diferentes a Dios en esencia, también 'el Logos es ajeno y desemejante en todo de la esencia y propiedades del Padre, pero pertenece a la categoría de las cosas originadas y creadas, y es uno de ellos. Incluso para el Hijo, el Padre es invisible, y el Logos no puede ver y conocer perfecta y exactamente a su propio Padre. A pesar de todo lo que Él es capaz de conocer y ver, Él conoce y ve en proporción a su propia medida, al igual que nosotros conocemos según nuestras posibilidades. Del Hijo, dice Arrio, que no sólo no conoce al Padre exactamente, pues Él falla en la comprensión, sino que desconoce su propia esencia, y las esencias del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, son naturalezas separadas, y desconectadas, y ajenas, y sin participación entre ellas. Son completamente desemejantes entre ellos en esencia y en gloria, hasta el infinito. Así en cuanto a la semejanza en gloria y esencia, dice Arrio, el Logos es enteramente diverso del Padre y del Espíritu Santo.
(9) Dios no fue siempre Padre, sino que lo fue después; el Hijo no ha existido siempre, pues Él no existían antes de su generación; Él no procede del Padre, sino que Él, como todo lo demás, ha venido a la existencia de la nada; Él no tiene la misma esencia que el Padre, porque Él es una criatura y una obra. Cristo no es el mismo Dios, sino que es Dios por participación; el Hijo no tiene un conocimiento exacto del Padre, ni el Logos ve al Padre perfectamente; ni tampoco comprende exactamente al Padre. No es el auténtico y único Logos del Padre, sino que es sólo nominalmente llamado Logos y Sabiduría, y es llamado por la Gracia, Hijo y Dynamis. No es inalterable, como el Padre, sino que es de naturaleza alterable, como las criaturas, y está en proceso de alcanzar el conocimiento perfecto del Padre.
(14) Si nunca sucedió que el Hijo no fuera, sino que Él es eterno y coexiste con el Padre, no deberíais llamarle Hijo del Padre, sino Hermano.
Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea, los dos grandes polemistas, fueron la verdadera raíz del problema arriano, pues ambos estaban muy bien relacionados en la corte imperial, y gozaban de bastante poder. Eran, sobre todo, origenistas, no dispuestos a transigir con una formula intermedia, que traicionase la teología del gran maestro, Orígenes. El de Nicomedia era condiscipulo con Arrio de Luciano de Antioquía, a la par que enemigo declarado de Alejandro obispo de Alejandría, el perseguidor de Arrio, gozaba de gran influencia en la corte imperial, y llegará a ser más tarde metropolitano de Constantinopla (339-342). Por su parte, Eusebio de Cesarea tenía en su jurisdicción episcopal la Escuela y Biblioteca que había dejado Orígenes en Cesarea, de la que había sido conservador Pánfilo, su maestro. Los dos Eusebios defendieron a Arrio a ultranza, y a través de él, la tesis subordinacionista de Orígenes. Durante las sesiones del Concilio de Nicea, fue Eusebio de Nicomedia quien planteó la aporía: si Cristo es derivado del Padre no por creación, sino por generación, entonces son ambos de idéntica naturaleza, lo que supone que la Mónada divina se escindió en dos. Esta era la cuestión que no quedaba bien resuelta fuera del subordinacionismo origenista.
La tradición filoniana y origenista suponía que Dios Padre era una Mónada, el Uno, creador del Hijo, el Logos, para la creación del mundo. Como puede comprobarse esta teología cristiana no es otra cosa que el resultado de la hermenéutica alegórica de Orígenes, que a su vez la había aprendido en la Escuela Judía de Alejandría fundada por Filón, y que básicamente consistía en interpretar las Escrituras, tanto judías como cristianas, a través del discurso y con los términos de la Filosofía pagana. “Principio”, “Mónada”, “Uno”, “Noûs”, “Logos”, “Sophia”, eran términos filosóficos básicos, algunos de los cuales ya aparecían introducidos en textos religiosos como el Evangelio de Juan o las Cartas de Pablo, e incluso en algunos textos judíos de época helenística, que en su mayoría están escritos en clave mítica o moral. Aquellos conceptos filosóficos, sin embargo, tenían otra función muy distinta a la mera revelación mítica o moral, el discurso filosófico nace con una intención epistemológica, pretende dar una explicación racional del origen de las cosas, de hecho la teología de Aristóteles era una ciencia, una ciencia del ser, la metafísica era la ciencia misma, y por ello requería de un método racional y lógico. Por tanto, la teología o metafísica, no debía renunciar a la racionalidad, si quería ser una verdadera ciencia. Es evidente que esto se acaba tras el Concilio de Nicea, la teología cristiana renuncia a la lógica y la razón, cuando inventa el términos como "homooúsios" aplicado a los principios, pues dicho término, en este contexto, no tiene ninguna base racional, veamos porqué.
Platón había colocado la actividad creadora del mundo (cosmos) imperfecto, en manos de un Dios “segundo”: el Demiurgo, que se identifica totalmente con el Noûs o Inteligencia ordenadora del Anaxágoras. Por encima de este Demiurgo estaba toda la realidad inteligible, en cuya cúspide, según la República, se encontraba la idea de Bien. Por influencia pitagórica la idea de Bien se identifica con el Uno, el Primer Principio. A Platón le sucede en la dirección de la Academia su sobrino, el pitagórico Espeusipo, quien establecerá rangos diferenciados entre el Uno y el Intelecto, estos serán dos principios claramente diferenciados y subordinados, el Intelecto se ordena en la medida que participa del Uno. Esta idea pitagórica será rechazada por Aristóteles, quien disputará con Espeusipo sobre la naturaleza del Primer Principio. Para el estagirita el Primer Principio es el Intelecto (Noûs) que se piensa a si mismo y su pensamiento es pensamiento de pensamiento. A Espeusipo le sucedió Jenócrates en la dirección de la Academia, éste influenciado por Aristóteles matizó las tesis de su predecesor, en el sentido de que, si bien el Primer Principio era el Uno, este Uno era inteligible, un primer Noûs, del que procedía el segundo Noûs, que sería el Demiurgo, el creador del mundo. La tesis de Espeusipo sobre la distinción de las hipóstasis, Uno y Noûs será la mantenida por Plotino, filósofo pagano contemporáneo de Orígenes; por el contrario, el Platonismo Medio pagano, anterior a Plotino, defenderá la idea de dos Intelectos, el primero y más excelso y trascendente, y el segundo inferior, creador del mundo imperfecto en el que vivimos.
Filón de Alejandría, filósofo judío del siglo I, mantendrá esta última tesis: el Dios verdadero de Israel es una Mónada inteligible pura e inaccesible, por su simplicidad, sólo cognoscible por medio de sus divinas Potencias, y que crea el mundo por medio del Logos-Sabiduría, una entidad angélica preeminente. Esta idea fue recogida en el prólogo del Evangelio de Juan, donde el Logos se encuentra en el principio ante Dios. Orígenes interpreta todo esto en una línea muy filoniana, aunque como cristiano, orígenes diviniza al Logos, cosa que Filón, como buen judío, no podía hacer, pues para los judíos sólo hay un único Dios. Ya hemos visto como Orígenes resuelve estas dificultades estableciendo una cierta subordinación de las hipóstasis, el Padre es una Mónada inteligible, que ha engendrado al Hijo, el Logos, creador de cuanto existe, y que se hizo carne en medio de su creación, para conducirla de nuevo hacia el Padre. Estas ideas son muy platónicas, y la filosofía de Orígenes no es difícil enmarcarla en el contexto del Platonismo medio de su época.
La mayor parte de obispos con una cierta formación intelectual eran origenistas en los tiempos de Arrio. El Concilio de Nicea, que tenía por finalidad examinar la heterodoxia de las tesis de Arrio, estaba formado por 381 obispos, en su mayoría origenistas, que, sin embargo, se plegaron a las exigencias del emperador Constantino. Por ello cuando Eusebio de Nicomedia planteó la aporía relativa a la escisión de la Mónada paterna, la cosa sonó horrible a los oídos educados en la tradición alegórica de Orígenes. Arrio estaba presentando la dificultad racional de entender al Padre y al Hijo como cosubstanciales y coeternos: “Si nunca sucedió que el Hijo no fuera, sino que Él es eterno y coexiste con el Padre, no deberíais llamarle Hijo del Padre, sino Hermano.” Forzosamente tenemos dos mónadas, y hemos perdido al primer principio, esta dificultad sólo se salva, desde el punto de vista racional, con el subordinacionismo origenista, que mantenía Arrio y los dos Eusebios. De lo contrario tenemos que tomar un camino distinto, que es el que siguió la Iglesia Imperial: renunciar a la razón, establecer un dogma de fe, dado el callejón sin salida al que se llega con la cosubstancialidad.
Creemos por tanto, que la solución arriana, en lo que respecta a la naturaleza del Cristo y la Trinidad cristiana, es más lógica y racional, y no precisa de dogmas de fe, aunque un sistema mucho más elegante que el de Orígenes es el de su contemporáneo: el filósofo pagano Plotino y sus predecesores, Porfírio, Proclo o Damascio, donde se resuelve con una gran elegancia y racionalidad el problema de las distintas hipóstasis, pero, eso sí, hay que renunciar a la idea del dios único…
A continuación reproducimos algunos fragmentos de la obra de Arrio Thalia o El Banquete, recogidos en el Primer discurso contra Arrianos de Atanasio de Alejandría:
(5) Dios no fue siempre Padre, pues hubo una vez que Dios estaba solo, y no era todavía Padre, pero después Él fue Padre. El Hijo no fue siempre; todas las cosas fueron hechas de la nada, como todas las criaturas y cosas existentes, así el Logos de Dios mismo fue hecho de la nada, y hubo un tiempo en el que él no existía, él no estaba antes de sus creaciones, pues el Logos como lo demás tiene un origen creado. Dios estaba solo, y el Logos no estaba todavía, ni la Sabiduría.
Entonces, deseando formarnos, Él, Dios, creó a un Ser, al que nombró Logos, Sabiduría e Hijo, a fin de que Él nos pudiera crear a través suyo. Por consiguiente, Arrio nos está diciendo que hay dos Sabidurías, primero, el atributo cosubstancial a Dios, y luego, en esta Sabiduría el Hijo fue originado, y fue denominado Sabiduría y Logos por participar en ellos. Pues la Sabiduría, dice, por la voluntad del Dios sabio, tiene su existencia en la Sabiduría.
E igualmente dice, que hay otro Logos en Dios, además del Hijo, y que el Hijo, como partícipe de ello, es llamado Logos e Hijo, según la Gracia. Y también es una idea propia de su herejía, según se desprende de otros trabajos suyos, que hay muchas potencia (dynamis); una de las cuales es el propio Dios en la Naturaleza y la Eternidad; pero Cristo, por otra parte, no es la auténtica dynamis de Dios; sino, como las demás, una de las llamadas dynamis, es una de ellas, llamada en las Escrituras: la langosta y la oruga, no una mera dynamis, sino la Gran Dynamis. Las otras son muchas, y son como el Hijo, y de ellas habla David en los Salmos cuando dice: 'el Señor de los anfitriones o ' de las dynamis.'
Y por naturaleza, como todas las demás, el Logos puede alterarse, y permanece bueno por propia voluntad, mientras Él así lo decide; y cuando Él quiere puede alterarse, como nosotros, que somos de naturaleza alterable. Por lo tanto, dice Arrio, sabiendo Dios anticipadamente que Él sería bueno, le concedió anticipadamente su Gloria, que luego, como hombre alcanzó gracias a la virtud. Así, en consecuencia, conociendo anticipadamente sus obras, quiso Dios que fueran y le trajo a la existencia.
(6) El Logos no es el Dios único, a pesar de que es llamado Dios, Él no forma parte del Dios único, sin embargo, por su participación en la Gracia, Él, como otros, es Dios sólo en el nombre. Y mientras que todos los seres son extraños y diferentes a Dios en esencia, también 'el Logos es ajeno y desemejante en todo de la esencia y propiedades del Padre, pero pertenece a la categoría de las cosas originadas y creadas, y es uno de ellos. Incluso para el Hijo, el Padre es invisible, y el Logos no puede ver y conocer perfecta y exactamente a su propio Padre. A pesar de todo lo que Él es capaz de conocer y ver, Él conoce y ve en proporción a su propia medida, al igual que nosotros conocemos según nuestras posibilidades. Del Hijo, dice Arrio, que no sólo no conoce al Padre exactamente, pues Él falla en la comprensión, sino que desconoce su propia esencia, y las esencias del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, son naturalezas separadas, y desconectadas, y ajenas, y sin participación entre ellas. Son completamente desemejantes entre ellos en esencia y en gloria, hasta el infinito. Así en cuanto a la semejanza en gloria y esencia, dice Arrio, el Logos es enteramente diverso del Padre y del Espíritu Santo.
(9) Dios no fue siempre Padre, sino que lo fue después; el Hijo no ha existido siempre, pues Él no existían antes de su generación; Él no procede del Padre, sino que Él, como todo lo demás, ha venido a la existencia de la nada; Él no tiene la misma esencia que el Padre, porque Él es una criatura y una obra. Cristo no es el mismo Dios, sino que es Dios por participación; el Hijo no tiene un conocimiento exacto del Padre, ni el Logos ve al Padre perfectamente; ni tampoco comprende exactamente al Padre. No es el auténtico y único Logos del Padre, sino que es sólo nominalmente llamado Logos y Sabiduría, y es llamado por la Gracia, Hijo y Dynamis. No es inalterable, como el Padre, sino que es de naturaleza alterable, como las criaturas, y está en proceso de alcanzar el conocimiento perfecto del Padre.
(14) Si nunca sucedió que el Hijo no fuera, sino que Él es eterno y coexiste con el Padre, no deberíais llamarle Hijo del Padre, sino Hermano.
Felices vacaciones,
Juan Almirall
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