El santo David, al instituir el magisterio de la enseñanza divina y establecer en los hombres el fundamento del verbo indisoluble, exultando en todo aquello para lo que había sido elegido, reveló la gloria de la naturaleza divina al exponer la obra del primer salmo, y dispuso la regla de vida para todos, diciendo: “Bienaventurado el varón que no anda en consejo de impíos ni camina por senda de pecadores, ni se sienta en compañía de malvados”. (Salmo 1,1)
Este salmo, como es el primero de todos, no tiene título en el encabezamiento, ya que, aquel que conoce lo que es primero (la naturaleza del pecado) y no lo practica, no se atribuye a sí mismo el título de ser posesión del pecado, tal como está escrito: “¿Pues quien se llamará a sí mismo? (Salmos 1, 1); y en otro pasaje: “la ley no fue hecha para el justo” (1 Timoteo 1, 9). Aunque la palabra profética reserve esto para Dios, lo único que podemos hacer, nos persuade aún, es servir a Dios Cristo, de forma que, “barrida la nube de los pecadores” (Isaías 44, 22) y retomado en nosotros el nacimiento de Cristo; si sabemos que Cristo es el principio de todo y reconocemos que el hombre es el habitáculo de Cristo, preparemos una morada digna de tal inquilino; que no se incline para el error de las ambiciones del siglo, o se deprave en la concupiscencia, o palidezca por la avaricia, sino que se vuelva morada enriquecida por el esplendor de la vida perenne, templo de Dios Cristo, testimonio de las leyes y digna morada del salvador, como dice Pablo: “sois templo de Dios y Dios habita en vosotros (1 Cor. 3,16); y en otro pasaje: “sabed que, si alguien destruyera el templo de Dios, que sois vosotros, Dios le destruirá” (1 Cor. 3, 17).
Porque si comprendemos, sabemos que somos el templo de Dios y que Dios habita en nosotros; mayor es entonces el temor a la culpa y más evidente el castigo del pecado, al tener por testigo, cada día, a Aquel Mismo a quien tenemos por juez, y a deber la muerte a aquel que sabemos que es el autor de la vida.
Como, en efecto, todos “somos cuerpo y miembros de Cristo (1 Cor. 6, 15). Si renacemos para la salvación es por misericordia y no por la naturaleza. Por eso, si aún no hemos evitado el camino de los pecadores ni los consejos de los impíos, estando prisioneros del nacimiento carnal y sometidos a los vicios del mal del mundo, sigamos al heredero de la vida eterna, “bautizados en Cristo y vestidos de Cristo” (Gálatas 3, 27), para no participar en aquello a lo que hemos renunciado, ni seamos infieles a aquel en quien creemos.
Por eso, comprendidas las palabras proféticas, sed tales cuales os hace vuestro Dios padre, sed tales cuales os configura la mano del Padre, porque la imagen y semejanza de Dios, que sois vosotros, no busca las trampas ni las seducciones de la corruptela, ni cualquier consejo de impíos, ni senda de pecadores, ni asiento de pestilencia, ni la astucia de la carne corruptible, ni la oficina del cuerpo manchado, tal como está escrito: “el cuerpo corruptible vuelve pesada al alma, y la morada terrestre oprime la mente pensativa (Sabiduría 9,15).
La morada terrena es, en verdad, la modulación del deseo, el golpe de la ira, la promesa incurable, las armas de la serpiente, la astucia del enemigo, la adulación del extraño, nuestra subyugación y su corruptela. A través de ésta insinúa sus artes el enemigo conquistador y, ocultamente, se insinúa el diablo con sus insidias, golpeando para atemorizar, halagando para engañar.
Al fin, el apóstol Pablo, para mostrarnos cuáles eran sus deseos y cuáles sus repugnancias, habló de la siguiente manera, dice: “pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros” (Rom. 7,23) y en otra parte: “Pues yo sé que no hay en mí, o sea, en mi carne, cosa buena, porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo, no. …Así, yo mismo, que con la mente sirvo a la ley de Dios, con la carne sirvo a la ley del pecado” (Rom. 7, 18 y 25). También el profeta dice sobre esto: “Sube a un alto monte, mensajera de buenas nuevas de Sión, alza con fuerza tu voz…no temas y di a este pueblo que toda carne es como el heno y toda gloria como la flor del heno: se ara el heno y la flor cae, pero la palabra del Señor permanece eternamente” (Isaías 40, 9, 6-8). Y en otro lugar: “escúchame pueblo mío: quienes os alegran os seducen y tuercen los pasos de vuestro camino” (Isaías 3, 12).
Si comprendemos la naturaleza de estas palabras y no tenemos consorcio con los vicios, alcanzaremos necesariamente “el reino que no puede poseer la carne y la sangre” (Cor. 15, 50)
Así pues, Rebeca, elegida para la fe del misterio actuante, viendo en su vientre las luchas de los dos pueblos, parió con dolor de parto a Esaú, que perdió el derecho de primogenitura y llevo a Jacob a la salvación, a quien Cristo hizo su heredero
Así también vosotros, queridos hermanos, obrando como esclavos fieles y, tal como está escrito, “hijos de Dios y co-herederos de Cristo” (Romanos 8, 17), en testimonio de la Revelación “purificad vuestras almas para la obediencia a la fe (1 Pedro 1, 22) no conformándoos con la ignorancia de la vida llena de deseos (1 Pedro 1, 14) de los cuales os avergonzabais (Romanos 6, 21), ni queráis recibir el salario del pecado (Rom. 6, 21 y 23), sino caminad en la ley del Señor” (Salmos 118, 1) entrando en el camino de las palabras de los Salmos, de forma que, Como un árbol plantado a la vera de un arroyo (Salmos 1, 3), regada por la verde fuente de la comprensión de las palabras divinas, “produzcáis racimos maduros (Apoc. 14) y frutos perdurables de vida honesta, que no producen el tiempo placentero del habitáculo corruptible, sino que son fecundados por la palabra divina. Y así, como hojas que no se marchitan (Salmos 1, 3), cubiertos por la luz perpetua de los mandamientos, podremos alejar (de nosotros) los suplicios de los pecadores y gozar del descanso de los justos por Jesús Cristo.
Saludos cordiales, Jesús Rodríguez
No hay comentarios:
Publicar un comentario