Las comunidades carismáticas de los siglos I y II, el gnosticismo y el nacimiento de la teología cristiana.
La lectura atenta de los anteriores fragmentos nos aporta una idea muy diferente a la estructura piramidal de una única Iglesia monárquica y jerárquizada según el orden sacerdotal, que ha sobrevivido hasta nuestros días. En su interesante trabajo, de reciente publicación, el Dr. García Bazán nos muestra en dos capítulos un episodio poco conocido de la historia del Cristianismo : por una parte el proceso hacia el gobierno monárquico de la Iglesia, a partir de lo que parecían ser inicialmente colegios de presbíteros o consejos de ancianos, y termina su estudio con un capítulo dedicado a la comunidad carismática, y los problemas que este modelo de comunidad religiosa planteó, lo que le valió su progresiva desaparición.
Un claro ejemplo de comunidad carismática es sin duda la Iglesia de Corinto, que lleva a Pablo a la necesidad de ordenar los carismas o dones del Espíritu en distintos rangos o preferencias, a los que los carismáticos deben aspirar, tal como hemos transcrito más arriba de 1 Cor. 12: 27-31. Pero además, Pablo es mucho más exhaustivo a la hora de clasificar y poner un poco de orden a las distintas manifestaciones del Espíritu en la comunidad. En la misma carta 1 Corintios, en el capítulo 14, Pablo insiste en que es bueno el don de lenguas, pero es mejor el de profecía, pues el que habla lenguas “se edifica a sí mismo”, pero el que habla en profecía “edifica a toda la comunidad”, ¿de qué está hablando Pablo, qué es el don de lenguas y qué es el don de profecía? El que habla lenguas emite unos sonidos ininteligibles, en sentido literal, pues el intelecto (noûs) no es capaz de comprender las palabras del poseído por el Espíritu y que habla en una lengua extraña, una lengua que es la del Espíritu y los ángeles, sonidos incomprensibles para la gente “no iniciada” (idiôtês). El único testimonio que se nos ha conservado de esta extraña lengua “espiritual” o glossolalia nos llega a través de los textos de magia gnósticos contenidos en El libro del gran discurso iniciático o Los dos libros de Ieu , donde Jesús revela los distintos lugares del cosmos y las fórmulas mágicas y sellos necesarios para atravesar dichos lugares y “encantar” a los vigilantes de los mismos, en una línea realmente muy egipcia. De este tipo de lenguaje, con nombres misteriosos de ángeles y espíritus y sonidos sin sentido están llenos los papiros de magia griegos, que no son más que vulgarizaciones de liturgias y rituales sacerdotales, en franca decadencia. Pues bien, Pablo contempla, en los años 50 del siglo I, la posibilidad de que en la asamblea (iglesia) de los cristianos, hayan muchos que hablen estas extrañas lenguas, así como otras personas que interpreten dichas lenguas. Ahora bien, Pablo finalmente pone un límite para el bien de la comunidad, para que no parezca la iglesia en cuestión algo así como un manicomio: “Si alguno habla en lenguas, que sean dos o a lo más tres, y por turno, y uno solo interprete; y si no hay interprete, cállese en la iglesia, y para sí mismo hable y para Dios” (1 Cor. 14: 27-28). Uno se puede imaginar una asamblea llena de gente que emite sonidos extraños, lo que realmente nada tiene que ver con las modernas iglesias católicas. Por otra parte, estimula a los miembros de la iglesia a que todos profeticen, y además que lo hagan por turnos, pero aquí sin restricciones (1 Cor. 14: 31), pues el que habla proféticamente, edifica a toda la comunidad. Este es un don del Espíritu que Pablo tiene en gran consideración, pero que a la larga no estará también exento de problemas.
Aunque de difícil datación, la Didaché o Enseñanza de los doce apóstoles fue un texto muy divulgado en todo el medio cristiano. Se suponía escrito por los mismos apóstoles y contiene distintas reglas, tanto de vida, como litúrgicas. Generalmente se ubica su redacción en la forma que nos ha llegado, en torno al año 70 del siglo I. En estas fechas, en las que Pablo ya había desaparecido, el don de profecía ya comienza a ser un problema, tal como pone de manifiesto esta obra: si bien, todavía valora el rol de los profetas en las iglesias, sin embargo, comienza a dar instrucciones de cómo identificar a un verdadero de un falso profeta: “no todo el que habla en espíritu es profeta, sino el que tiene el modo del Señor. Así pues, por el modo se discernirá al falso profeta y al profeta. Además, todo profeta que manda en espíritu poner una mesa, no come de ella; en caso contrario, es un falso profeta. Igualmente, todo profeta que enseña la verdad, si no practica lo que enseña, es un falso profeta… Pero el que dijere en espíritu “dame dinero” o cosas semejantes, no lo escuchéis” (Didaché XI). Esto pone de manifiesto que pocos años más tarde de la desaparición de Pedro y Pablo en Roma, la cuestión de los profetas itinerantes comenzaba a ser problemática, pues algunos venían a pedir incluso dinero, lo cual, por otra parte, no era extraño en aquel mundo, donde, no se olvide, el sacerdocio y sus práctica mágicas paganas, entre las que se incluía, muy especialmente, el oráculo y la profecía, eran remuneradas; a los oráculos se les ofrecían todo tipo de primicias y bienes, incluso dinero, y desde luego alimento, que luego se ofrecía a las estatuas de los dioses.
El rechazo, finalmente, de la práctica profética entre los cristianos, se muestra claramente en otra obra de mediados del siglo II, según datación del canon Muratori: El pastor de Hermas. En dicha obra ya se muestra una clara hostilidad frente a los profetas, a los que se muestra como adivinos y paganos, que engañan a los simples, igualmente enreda a los débiles y les habla en los rincones, ahora bien, hay verdaderos profetas entre los hombres justos, que se dirigen a éstos en la asamblea, que cuándo eleva a Dios su oración, “entonces el ángel del espíritu profético que se encuentra junto a él llena a ese hombre, y, al llenarlo, el hombre habla a la muchedumbre por el espíritu santo, tal como el Señor lo quiere” (El Pastor de Hermas, Mand. XI, 9). Por tanto, en el siglo II, a los profetas ya se les comenzaba a mirar con desconfianza, y este segundo don del Espíritu Santo, comenzaba a interpretarse de forma poco menos que alegórica. Algún hombre sabio que dirigía algún sermón o discurso que sonara muy piadoso o conforme a los usos de la comunidad, podía respetársele como a un verdadero profeta.
Así vemos como los carismas, el misterioso don de lenguas y el don de profecía, van poco a poco diluyéndose, en una Iglesia que mira con mayor respeto e interés a la ordenación jerárquica de presbíteros y obispos, que a las espontáneas manifestaciones del Espíritu Santo. Y es que efectivamente, tal como apunta el Dr. García Bazán, esta pérdida de interés por los dones del Espíritu Santo, que definen bastante al grupo de cristianos, tal como lo describen los Hechos de los apóstoles, se desarrolla en paralelo con el creciente incremento de influencia y poder del episcopado, cuyo caso paradigmático es el episcopado romano, tal como muestran las cartas pseudo-clementinas, y sobre todo a partir del obispo romano Higinio, al que se le atribuye la organización jerárquica del clero romano. El colegio de presbíteros (del griego presbites, que significa literalmente anciano), inicialmente los “ancianos” o los sabios de la comunidad eran los encargados de la liturgia (leiturgía o ministerio, es decir, el servicio a la comunidad), controlados por un vigilante o epískopos. Lo cierto es que esta estructura, formada por presbíteros y obispos, encargados de la liturgia o el ministerio, se impuso a la forma más arcaica de los apóstoles y los profetas itinerantes, que llegaban a las comunidades carismáticas, donde no había ni unidad de gobierno, ni de liturgia, ni de textos fuente. La unidad de gobierno parece que ya se fue estableciendo en la época de los mismos apóstoles, tal como se narra en la cartas de Pablo o en los Hechos, o incluso en el Evangelio de Mateo, donde se designa la primacía de Pedro sobre la Iglesia. En torno al año 95 el obispo de Roma, Clemente, envía su famosa carta a la comunidad de Corinto, en la que les exhorta a la obediencia a los presbíteros. Corinto es un ejemplo claro de comunidad carismática, que fue fundada por Pablo, en los textos transcritos de la primera carta a los corintios vemos que aquellos cristianos eran muy dados a la profecía y a hablar en lenguas. No es de extrañar que fuera una comunidad díscola y refractaria a toda imposición jerárquica, y que se revelasen unos años más tarde contra los presbíteros. Lo interesante es comprobar como es precisamente ya el obispo de Roma Clemente quien llama al orden a aquella comunidad, llena de personas “envidiosas” y poco dadas a la obediencia y a la hospitalidad. En cuanto a la unidad litúrgica, los presbíteros eran los encargados de la liturgia, por lo que el intento de control por parte de Roma de los presbíteros supone también el intento de unificar la liturgia, la autoridad con la que habla Clemente, le viene del mismo Dios: “Si algunos desobedecen a lo que ha sido dicho por Él por medio de nosotros, sepan que se ligarán a una falta y peligro no pequeño” (Carta de Clemente a los corintios 59: 1).
Otro testimonio de la existencia de disensiones en algunas iglesias, provocadas por las dificultades en la convivencia entre cristianos que seguían al ministerio y los que lo hacían a los carismas, son las cartas de Ignacio de Antioquia, ferviente partidario del ministerio, que encarnan el obispo, el colegio presbiteral, a los que compara con Jesucristo y sus apóstoles, y a los diáconos. En su camino hacia Roma para ser martirizado, en torno al año 117, Ignacio escribe a varias iglesias felicitando o reprobando su mayor fidelidad a la jerarquía. Parece que él mismo padeció en la iglesia de Antioquia una fuerte controversia que terminó con su detención y su envío a Roma para ser devorado por las bestias. Suponemos que el obispo antioqueno estaría bastante sensibilizado con el problema, que denuncia en la iglesia de Filadelfia, al igual que unos años antes, Clemente, obispo de Roma, denunciaba la expulsión de los presbíteros de la iglesia de Corintio, donde se habían impuesto los partidarios del carisma, ahora en Filadelfia parece que pasa exactamente lo mismo. Esta discusión entre dos maneras radicalmente diferenciadas de entender el cristianismo fue algo común en varias iglesias. Los partidarios del ministerio defendían la jerarquía, formada por el obispo, que Ignacio identifica con Jesucristo, el colegio presbiteral y los diáconos; estos cristianos tienen su plaza fuerte en Roma, defienden el orden en la iglesia y la obediencia (carta de Clemente a los corintios). Los ministeriales hablan de la unidad de la iglesia y de la unidad de la liturgia, una sola voz y un solo culto al Dios único. Finalmente, se caracterizaban por un rigorismo ético y una aceptación del martirio (carta de Ignacio a los romanos). Por su parte, los carismáticos mantenían una postura de libertad frente a todo tipo de jerarquía, rechazaban a los obispos y presbíteros, mantenían un relativismo ético y rechazaban el martirio, por supuesto no están de acuerdo con la unidad de la iglesia, aunque nada hace suponer que negaran la unidad del Espíritu que la inspira, tal como afirma Pablo en 1 Cor. Desde el punto de vista litúrgico mantenían una clara inclinación hacia los misterios y la diversidad de iniciaciones, lo que supone que en algunas iglesias hubieran diferentes maestros e iniciadores en diversos misterios, a los que Clemente acusará de envidiosos, frente al progresivo control que los obispos y presbíteros irán desarrollando sobre las iglesias. El rechazo al martirio vendrá por la creencia en que Jesucristo no padeció en la carne, sino que de forma aparente, el famoso “docetismo”, que mantenía que el cuerpo y la carne de Cristo eran solo aparentes, esta postura doctrinal será atacada ya en las cartas de Juan, y su condena será reiterada por Ignacio de Antioquia y Policarpo de Esmirna. Distintas comunidades se inclinaban hacia esta postura doctrinal docetista, que será asumida plenamente por los gnósticos. Los carismáticos, siguiendo la tradición sapiencial que hemos descrito, acogerán la idea de que la Sabiduría es fruto del contacto directo con el Espíritu Santo, y que éste aporta una gnosis, un conocimiento real del mundo. Por tanto, podemos incluir a los gnósticos entre los grupos carismáticos, lo que sucede es que el gnosticismo se fue sofisticando mucho en los siglos II y III, hasta constituir verdaderas escuelas de conocimiento, con sus propios misterios e iniciaciones, muy diferentes a los de la Iglesia ministerial. Hay que indicar que esta Iglesia ministerial tiene otros frentes abiertos, no solo los carismáticos amenazan su unidad, sino que también ciertas corrientes judaizantes, que todavía tienen muy fresca su herencia judía y tienen poco clara la distinción entre cristianos y judíos (carta de Ignacio a los magnesios).
Por último, la Iglesia ministerial incluso se verá en la necesidad de unificar las fuentes reveladas, esto ya será una clara reacción contra los gnósticos, y sobre todo contra las tendencias marcionitas de delimitar las fuentes verdaderas. Veremos a Irineo de Lyon en la segunda mitad del siglo II, ponerse manos a lo obra de selección de los Evangelios que deben seguirse y leerse en la liturgia, y cuales deben ser rechazados incluso como heréticos. Así, llegaremos a las puertas del siglo III con Tertuliano y la Escuela de Alejandría, donde veremos aparecer los primeros escritos verdaderamente teológicos, y que en su mayoría proceden de la necesidad de justificar la fe de la gran Iglesia ministerial, frente a los distintos grupos de gnósticos, muy fuertes todavía en este siglo. En el siglo IV aparece una nueva corriente: el Maniqueísmo, heredera en parte de tendencias judeo-cristianas bautismales de los Elcasaitas y en parte del gnosticismo sirio de Bardesanes. Carismáticos, gnósticos y maniqueos reivindicarán algunos de los textos epistolares de Pablo, en especial la primera Carta a los corintios, que confirma la libertad de la fe y en los carismas del Espíritu de la Sabiduría, pues el contacto directo con dicha fuente divina, excluye la necesidad de toda otra autoridad, tanto de obispos, como de colegios de presbíteros y liturgos, y cualquier otro ministro o diácono, prefiriendo una iniciación libre y directa a través del Espíritu Santo en los misterios cristianos, que una liturgia dirigida y presidida por ciertas jerarquías que ya no imparten y transmiten el Espíritu Santo, tal como relataban los Hechos de los Apóstoles.
(Fin).
Juan Almirall
La lectura atenta de los anteriores fragmentos nos aporta una idea muy diferente a la estructura piramidal de una única Iglesia monárquica y jerárquizada según el orden sacerdotal, que ha sobrevivido hasta nuestros días. En su interesante trabajo, de reciente publicación, el Dr. García Bazán nos muestra en dos capítulos un episodio poco conocido de la historia del Cristianismo : por una parte el proceso hacia el gobierno monárquico de la Iglesia, a partir de lo que parecían ser inicialmente colegios de presbíteros o consejos de ancianos, y termina su estudio con un capítulo dedicado a la comunidad carismática, y los problemas que este modelo de comunidad religiosa planteó, lo que le valió su progresiva desaparición.
Un claro ejemplo de comunidad carismática es sin duda la Iglesia de Corinto, que lleva a Pablo a la necesidad de ordenar los carismas o dones del Espíritu en distintos rangos o preferencias, a los que los carismáticos deben aspirar, tal como hemos transcrito más arriba de 1 Cor. 12: 27-31. Pero además, Pablo es mucho más exhaustivo a la hora de clasificar y poner un poco de orden a las distintas manifestaciones del Espíritu en la comunidad. En la misma carta 1 Corintios, en el capítulo 14, Pablo insiste en que es bueno el don de lenguas, pero es mejor el de profecía, pues el que habla lenguas “se edifica a sí mismo”, pero el que habla en profecía “edifica a toda la comunidad”, ¿de qué está hablando Pablo, qué es el don de lenguas y qué es el don de profecía? El que habla lenguas emite unos sonidos ininteligibles, en sentido literal, pues el intelecto (noûs) no es capaz de comprender las palabras del poseído por el Espíritu y que habla en una lengua extraña, una lengua que es la del Espíritu y los ángeles, sonidos incomprensibles para la gente “no iniciada” (idiôtês). El único testimonio que se nos ha conservado de esta extraña lengua “espiritual” o glossolalia nos llega a través de los textos de magia gnósticos contenidos en El libro del gran discurso iniciático o Los dos libros de Ieu , donde Jesús revela los distintos lugares del cosmos y las fórmulas mágicas y sellos necesarios para atravesar dichos lugares y “encantar” a los vigilantes de los mismos, en una línea realmente muy egipcia. De este tipo de lenguaje, con nombres misteriosos de ángeles y espíritus y sonidos sin sentido están llenos los papiros de magia griegos, que no son más que vulgarizaciones de liturgias y rituales sacerdotales, en franca decadencia. Pues bien, Pablo contempla, en los años 50 del siglo I, la posibilidad de que en la asamblea (iglesia) de los cristianos, hayan muchos que hablen estas extrañas lenguas, así como otras personas que interpreten dichas lenguas. Ahora bien, Pablo finalmente pone un límite para el bien de la comunidad, para que no parezca la iglesia en cuestión algo así como un manicomio: “Si alguno habla en lenguas, que sean dos o a lo más tres, y por turno, y uno solo interprete; y si no hay interprete, cállese en la iglesia, y para sí mismo hable y para Dios” (1 Cor. 14: 27-28). Uno se puede imaginar una asamblea llena de gente que emite sonidos extraños, lo que realmente nada tiene que ver con las modernas iglesias católicas. Por otra parte, estimula a los miembros de la iglesia a que todos profeticen, y además que lo hagan por turnos, pero aquí sin restricciones (1 Cor. 14: 31), pues el que habla proféticamente, edifica a toda la comunidad. Este es un don del Espíritu que Pablo tiene en gran consideración, pero que a la larga no estará también exento de problemas.
Aunque de difícil datación, la Didaché o Enseñanza de los doce apóstoles fue un texto muy divulgado en todo el medio cristiano. Se suponía escrito por los mismos apóstoles y contiene distintas reglas, tanto de vida, como litúrgicas. Generalmente se ubica su redacción en la forma que nos ha llegado, en torno al año 70 del siglo I. En estas fechas, en las que Pablo ya había desaparecido, el don de profecía ya comienza a ser un problema, tal como pone de manifiesto esta obra: si bien, todavía valora el rol de los profetas en las iglesias, sin embargo, comienza a dar instrucciones de cómo identificar a un verdadero de un falso profeta: “no todo el que habla en espíritu es profeta, sino el que tiene el modo del Señor. Así pues, por el modo se discernirá al falso profeta y al profeta. Además, todo profeta que manda en espíritu poner una mesa, no come de ella; en caso contrario, es un falso profeta. Igualmente, todo profeta que enseña la verdad, si no practica lo que enseña, es un falso profeta… Pero el que dijere en espíritu “dame dinero” o cosas semejantes, no lo escuchéis” (Didaché XI). Esto pone de manifiesto que pocos años más tarde de la desaparición de Pedro y Pablo en Roma, la cuestión de los profetas itinerantes comenzaba a ser problemática, pues algunos venían a pedir incluso dinero, lo cual, por otra parte, no era extraño en aquel mundo, donde, no se olvide, el sacerdocio y sus práctica mágicas paganas, entre las que se incluía, muy especialmente, el oráculo y la profecía, eran remuneradas; a los oráculos se les ofrecían todo tipo de primicias y bienes, incluso dinero, y desde luego alimento, que luego se ofrecía a las estatuas de los dioses.
El rechazo, finalmente, de la práctica profética entre los cristianos, se muestra claramente en otra obra de mediados del siglo II, según datación del canon Muratori: El pastor de Hermas. En dicha obra ya se muestra una clara hostilidad frente a los profetas, a los que se muestra como adivinos y paganos, que engañan a los simples, igualmente enreda a los débiles y les habla en los rincones, ahora bien, hay verdaderos profetas entre los hombres justos, que se dirigen a éstos en la asamblea, que cuándo eleva a Dios su oración, “entonces el ángel del espíritu profético que se encuentra junto a él llena a ese hombre, y, al llenarlo, el hombre habla a la muchedumbre por el espíritu santo, tal como el Señor lo quiere” (El Pastor de Hermas, Mand. XI, 9). Por tanto, en el siglo II, a los profetas ya se les comenzaba a mirar con desconfianza, y este segundo don del Espíritu Santo, comenzaba a interpretarse de forma poco menos que alegórica. Algún hombre sabio que dirigía algún sermón o discurso que sonara muy piadoso o conforme a los usos de la comunidad, podía respetársele como a un verdadero profeta.
Así vemos como los carismas, el misterioso don de lenguas y el don de profecía, van poco a poco diluyéndose, en una Iglesia que mira con mayor respeto e interés a la ordenación jerárquica de presbíteros y obispos, que a las espontáneas manifestaciones del Espíritu Santo. Y es que efectivamente, tal como apunta el Dr. García Bazán, esta pérdida de interés por los dones del Espíritu Santo, que definen bastante al grupo de cristianos, tal como lo describen los Hechos de los apóstoles, se desarrolla en paralelo con el creciente incremento de influencia y poder del episcopado, cuyo caso paradigmático es el episcopado romano, tal como muestran las cartas pseudo-clementinas, y sobre todo a partir del obispo romano Higinio, al que se le atribuye la organización jerárquica del clero romano. El colegio de presbíteros (del griego presbites, que significa literalmente anciano), inicialmente los “ancianos” o los sabios de la comunidad eran los encargados de la liturgia (leiturgía o ministerio, es decir, el servicio a la comunidad), controlados por un vigilante o epískopos. Lo cierto es que esta estructura, formada por presbíteros y obispos, encargados de la liturgia o el ministerio, se impuso a la forma más arcaica de los apóstoles y los profetas itinerantes, que llegaban a las comunidades carismáticas, donde no había ni unidad de gobierno, ni de liturgia, ni de textos fuente. La unidad de gobierno parece que ya se fue estableciendo en la época de los mismos apóstoles, tal como se narra en la cartas de Pablo o en los Hechos, o incluso en el Evangelio de Mateo, donde se designa la primacía de Pedro sobre la Iglesia. En torno al año 95 el obispo de Roma, Clemente, envía su famosa carta a la comunidad de Corinto, en la que les exhorta a la obediencia a los presbíteros. Corinto es un ejemplo claro de comunidad carismática, que fue fundada por Pablo, en los textos transcritos de la primera carta a los corintios vemos que aquellos cristianos eran muy dados a la profecía y a hablar en lenguas. No es de extrañar que fuera una comunidad díscola y refractaria a toda imposición jerárquica, y que se revelasen unos años más tarde contra los presbíteros. Lo interesante es comprobar como es precisamente ya el obispo de Roma Clemente quien llama al orden a aquella comunidad, llena de personas “envidiosas” y poco dadas a la obediencia y a la hospitalidad. En cuanto a la unidad litúrgica, los presbíteros eran los encargados de la liturgia, por lo que el intento de control por parte de Roma de los presbíteros supone también el intento de unificar la liturgia, la autoridad con la que habla Clemente, le viene del mismo Dios: “Si algunos desobedecen a lo que ha sido dicho por Él por medio de nosotros, sepan que se ligarán a una falta y peligro no pequeño” (Carta de Clemente a los corintios 59: 1).
Otro testimonio de la existencia de disensiones en algunas iglesias, provocadas por las dificultades en la convivencia entre cristianos que seguían al ministerio y los que lo hacían a los carismas, son las cartas de Ignacio de Antioquia, ferviente partidario del ministerio, que encarnan el obispo, el colegio presbiteral, a los que compara con Jesucristo y sus apóstoles, y a los diáconos. En su camino hacia Roma para ser martirizado, en torno al año 117, Ignacio escribe a varias iglesias felicitando o reprobando su mayor fidelidad a la jerarquía. Parece que él mismo padeció en la iglesia de Antioquia una fuerte controversia que terminó con su detención y su envío a Roma para ser devorado por las bestias. Suponemos que el obispo antioqueno estaría bastante sensibilizado con el problema, que denuncia en la iglesia de Filadelfia, al igual que unos años antes, Clemente, obispo de Roma, denunciaba la expulsión de los presbíteros de la iglesia de Corintio, donde se habían impuesto los partidarios del carisma, ahora en Filadelfia parece que pasa exactamente lo mismo. Esta discusión entre dos maneras radicalmente diferenciadas de entender el cristianismo fue algo común en varias iglesias. Los partidarios del ministerio defendían la jerarquía, formada por el obispo, que Ignacio identifica con Jesucristo, el colegio presbiteral y los diáconos; estos cristianos tienen su plaza fuerte en Roma, defienden el orden en la iglesia y la obediencia (carta de Clemente a los corintios). Los ministeriales hablan de la unidad de la iglesia y de la unidad de la liturgia, una sola voz y un solo culto al Dios único. Finalmente, se caracterizaban por un rigorismo ético y una aceptación del martirio (carta de Ignacio a los romanos). Por su parte, los carismáticos mantenían una postura de libertad frente a todo tipo de jerarquía, rechazaban a los obispos y presbíteros, mantenían un relativismo ético y rechazaban el martirio, por supuesto no están de acuerdo con la unidad de la iglesia, aunque nada hace suponer que negaran la unidad del Espíritu que la inspira, tal como afirma Pablo en 1 Cor. Desde el punto de vista litúrgico mantenían una clara inclinación hacia los misterios y la diversidad de iniciaciones, lo que supone que en algunas iglesias hubieran diferentes maestros e iniciadores en diversos misterios, a los que Clemente acusará de envidiosos, frente al progresivo control que los obispos y presbíteros irán desarrollando sobre las iglesias. El rechazo al martirio vendrá por la creencia en que Jesucristo no padeció en la carne, sino que de forma aparente, el famoso “docetismo”, que mantenía que el cuerpo y la carne de Cristo eran solo aparentes, esta postura doctrinal será atacada ya en las cartas de Juan, y su condena será reiterada por Ignacio de Antioquia y Policarpo de Esmirna. Distintas comunidades se inclinaban hacia esta postura doctrinal docetista, que será asumida plenamente por los gnósticos. Los carismáticos, siguiendo la tradición sapiencial que hemos descrito, acogerán la idea de que la Sabiduría es fruto del contacto directo con el Espíritu Santo, y que éste aporta una gnosis, un conocimiento real del mundo. Por tanto, podemos incluir a los gnósticos entre los grupos carismáticos, lo que sucede es que el gnosticismo se fue sofisticando mucho en los siglos II y III, hasta constituir verdaderas escuelas de conocimiento, con sus propios misterios e iniciaciones, muy diferentes a los de la Iglesia ministerial. Hay que indicar que esta Iglesia ministerial tiene otros frentes abiertos, no solo los carismáticos amenazan su unidad, sino que también ciertas corrientes judaizantes, que todavía tienen muy fresca su herencia judía y tienen poco clara la distinción entre cristianos y judíos (carta de Ignacio a los magnesios).
Por último, la Iglesia ministerial incluso se verá en la necesidad de unificar las fuentes reveladas, esto ya será una clara reacción contra los gnósticos, y sobre todo contra las tendencias marcionitas de delimitar las fuentes verdaderas. Veremos a Irineo de Lyon en la segunda mitad del siglo II, ponerse manos a lo obra de selección de los Evangelios que deben seguirse y leerse en la liturgia, y cuales deben ser rechazados incluso como heréticos. Así, llegaremos a las puertas del siglo III con Tertuliano y la Escuela de Alejandría, donde veremos aparecer los primeros escritos verdaderamente teológicos, y que en su mayoría proceden de la necesidad de justificar la fe de la gran Iglesia ministerial, frente a los distintos grupos de gnósticos, muy fuertes todavía en este siglo. En el siglo IV aparece una nueva corriente: el Maniqueísmo, heredera en parte de tendencias judeo-cristianas bautismales de los Elcasaitas y en parte del gnosticismo sirio de Bardesanes. Carismáticos, gnósticos y maniqueos reivindicarán algunos de los textos epistolares de Pablo, en especial la primera Carta a los corintios, que confirma la libertad de la fe y en los carismas del Espíritu de la Sabiduría, pues el contacto directo con dicha fuente divina, excluye la necesidad de toda otra autoridad, tanto de obispos, como de colegios de presbíteros y liturgos, y cualquier otro ministro o diácono, prefiriendo una iniciación libre y directa a través del Espíritu Santo en los misterios cristianos, que una liturgia dirigida y presidida por ciertas jerarquías que ya no imparten y transmiten el Espíritu Santo, tal como relataban los Hechos de los Apóstoles.
(Fin).
Juan Almirall
3 comentarios:
Hace rato que vengo siguiendolos , todo lo publicado me pareció impecable, por su claridad y lenguaje llano y accesible.Esta conclusión de hoy acerca de los dos modelos de iglesia en pugna,vertical-ministerial,horizontal -carismatica(que sigue en pie) a la que arribamos teniendole siempre un poquito como eje a Prisciliano y al sin duda interprete gnóstico de Pablo de Tarso vuelve a picar la sospecha,¿a quien le sirve este modelo de iglesia que sostiene el ministerio de la doctrina basado en la`tradición`si lo que se dijo atrás fué una tendenciosa selección de contenidos? a mi? a mi mujer del pueblo argentino? a mi? ¡¡NO!! es una iglesia excluye y excomulga a partir de sus falsas concepciones,da asco leer el discurso que sobre el logos dió el papa hace unso años atrás con motivo de desmerecer al islamismo se casó con el peor ROMA es lo contrario de AMOR
Querida amiga:
Nosotros solo intentamos ser testigos fieles de los hechos, cada cual que saque sus conclusiones... No es nuestra intención desacreditar a nadie, la fe forma parte de la dimensión personal e interna de cada ser humano. Sin embargo, creo que un poco de arqueología del saber y de deconstrucción, permiten una saludable reflexión y cuestionamiento sobre las propias creencias.
Juan Almirall
Si,lo sé,lo sé, solo que desde latinoamérica y con mirada de mujer una es testigo de "otros hechos" tengo mi propia deconstucción y reconstrucción porque abordo otra realidad y otros saberes.Sostengo la desacreditación que queda enteramente a mi cargo y ello no me ha quiado la fe en Cristo.
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