domingo, 29 de marzo de 2009

ORÍGENES DEL MONACATO CRISTIANO

En las antiguas ekklesias fundadas por los apóstoles, donde la totalidad de participantes recibía el Espíritu del Cristo, no había nada parecido a la vida ascética y retirada del mundo propio del monaquismo. Esta institución es, sin duda, fruto de una incorporación posterior a las primeras comunidades cristianas de tipo asambleario (ekklesia significa literalmente asamblea) fundadas por los apóstoles. Los primeros cristianos tenían unos estrictos códigos morales, que les permitían acceder a los dones espirituales, que se derramaban en la asamblea-iglesia, pero, sin embargo, no contemplaban una regla de vida ascética y retirada de la sociedad, practicando privaciones, austeridades y consagrándose a la oración, de forma exclusiva. Ni los propios apóstoles fueron anacoretas, ya que de lo contrario no hubieran podido llevar a cabo su misión evangélica, por más austeros que fueran, tal como se describe en algunos textos apócrifos, como en los Hechos de Tomás o Juan. Más bien, el objetivo de los apóstoles, de los maestros, profetas, taumaturgos y curadores cristianos (según la clasificación de 1 Cor. 12, 28) es el de difundir el evangelio (eu aggelía, de la misma raíz que ángel, traduciría por “el buen mensaje”). Sin embargo, ¿cómo evolucionó la cosa hacia el monacato que tanta importancia tuvo durante la Edad Media? ¿de dónde procedía esta institución?


El monacato cristiano aparece en Egipto, y su fundador fue un asceta, de humilde condición, Antonio, que se retiró a los desiertos egipcios, en las proximidades del Mar Rojo. Vivió como un anacoreta (anachôréô, alejarse, apartarse, retirarse). Como los hombres ágios (santos) de la época, era un gran asceta, sabio y tenía el poder profético y de curación, estaba obsesionado por los demonios en plural. De todas estas notas características advertimos claros elementos de la espiritualidad pagana helenística. Fue Atanasio de Alejandría quien divulgó su vida, poco menos que legendaria, en una biografía, escrita en griego, pero pronto traducida al latín, que estimuló la vocación de muchos cristianos por la nueva propuesta monástica, una nueva vía de santidad. Estamos a finales del siglo III y principios del IV. Pero el héroe de Atanasio no fue el único, Eusebio de Cesarea habla de un cierto Narciso, que a principios del siglo III, vivió en el desierto intentando alcanzar una “vida filosófica”. Es cierto, que el ascetismo no era nuevo en el medio cristiano, el encratismo (egkráteia o continencia sexual) era frecuente en ciertos círculos muy entusiastas, como los montanistas, y no olvidemos que las primeras iglesias cristianas, descritas en los Hechos de los Apóstoles, llevaban una vida de perfecta unidad y comunidad de bienes, pero el eremita (de érêmos, desierto, solitario) es un fenómeno nuevo de esta época. Sin embargo, el cristianismo no desconocía las comunidades monásticas, en el medio judío eran conocidas las sectas de los esenios y de los terapeutas egipcios, tal como los describe Filón de Alejandría. Se trataba de verdaderas comunidades monásticas en el más puro estilo oriental, comunidades que habían roto con la tradición levita, vinculada al Templo y al rito, al que acusaban de corrupción y de alejamiento de los preceptos más puros de la Ley. Los monjes esenios o terapeutas vivían con gran austeridad, en comunidad, célibes y retirados del mundo. Igualmente, eran comunes los sabios eremitas en el mundo pagano, que además estaban dotados de ciertos poderes, entre los que destacaba el poder oracular. Los esenios también eran bastante aficionados al profetismo, que al cabo es lo mismo. De hecho, y como decíamos antes, las notas distintivas de los poderes de Antonio, tienen mucho que ver con los poderes que la espiritualidad pagana helenística atribuía a sus hombres y mujeres santos, curanderos, oráculos y taumaturgos. Por último, no hay que despreciar la influencia de las escuelas filosóficas helenísticas, como podían ser los estoicos, epicúreos o los cínicos, muchos de los cuales vivían apartados o al margen de las polis, e incluso algunos de ellos en comunidad (como el famoso huerto kepos de las comunidades epicúreas), esto explicaría porqué el objetivo de algunos de los primeros eremitas y anacoretas fuera precisamente la vida filosófica. En definitiva, hasta el siglo IV no encontramos una bien definida vida monástica en el mundo cristiano. El hecho de que el monaquismo cristiano apareciera en Egipto, facilita asociarlo con los katochoi, sacerdotes consagrados al culto de Serapis, que vivían retirados del mundo, en absoluta pobreza y castidad, así como con los terapeutas judíos de los que ya hemos hablado, que tenían varias comunidades en las cercanías de Alejandría, estos terapeutas fueron confundidos por autores como Eusebio de Cesarea con monjes cristianos, de hecho Eusebio en muchas ocasiones no establece claras distinciones entre algunas tradiciones judías y cristianas. Una última influencia será la de los maniqueos y sus grupos de “elegidos”, que tenían unas reglas ascéticas muy estrictas, y se situaban en el centro de la vida religiosa y espiritual maniquea, viviendo en monasterios y de donativos y limosna, monasterios que abandonaban para ir a evangelizar, convirtiéndose en monjes itinerantes. Estos monjes itinerantes los volveremos a ver a partir del siglo IX, con la difusión primero en Oriente y después en Occidente, de las herejías dualistas, paulicianos y bogomilos, herederas del maniqueísmo. Los cátaros de Occitania también eran monjes itinerantes y predicadores, vinculados a la Iglesia búlgara bogomila, que inspiraron a las nuevas órdenes de predicadores (dominicos) y mendicantes (franciscanos) del siglo XIII.

Promotor de la vida filosófica como regla de vida monástica, fue Basilio de Cesarea (330-379), compañero de Gregorio Nacienceno, ambos origenistas convencidos, estudiaron en Atenas con el futuro emperador Juliano. Basilio interesado por la vida ascética, escribió una regla de vida monástica, que tuvo gran difusión en los cenobios y monasterios del Oriente, donde, gracias a esta regla, análoga a la benedictina de Occidente, da más importancia a la obediencia al superior, que a las mortificaciones corporales. Los monjes basilianos poblaron todo Egipto y se extendieron por Oriente. Otras tendencias ascéticas nos recuerdan el origen pagano de ciertas prácticas, como fueron las de los monjes estilitas, que se subían a una columna para dedicarse a la oración, y allí permanecían padeciendo importantes austeridades, esta era una práctica conocida ya en el mundo pagano, sobre todo en las religiones de Siria y Asia Menor. El patrón del monaquismo occidental fue Benito de Nursia (480-547) fundador del monasterio de Montecasino y autor de la “Regula monachorum”, la famosa regla benedictina, que se convirtió en la regla monástica por excelencia del Occidente cristiano y pronto se impuso en la práctica totalidad de los centros de vida monástica de la Edad Media. La regla establecía la famosa distinción entre el “opus dei” o dedicación al culto divino y el principio de “ora et labora”. También la regla prescribía que los monasterios se encontrasen en lugares solitarios, donde debía vivirse en estricta clausura. La dedicación a los trabajos manuales e intelectuales que establecía la regla, llevó a los monjes benedictinos a dedicarse con celo a la labor de copia de libros litúrgicos o de antiguos escritores clásicos, lo que convirtió a los monasterios y abadías benedictinas en auténticos guardianes del conocimiento y de la cultura, tal como los recrea Umberto Eco en su famosa novela “En nombre de la rosa”. El Cister fue otra orden monástica, fundada en 1098, que pretendió volver a la práctica de la regla de Benito de Nursia, de la que consideraban que los benedictinos se habían apartado, Bernardo de Claraval fue su mayor difusor. El abad cisterciense Joaquín de Fiore (1135-1202), describió el desarrollo histórico de la humanidad en tres períodos, el período del Padre, el del Hijo y el del Espíritu Santo. La aparición de las modernas Universidades durante el llamado Renacimiento del siglo XII, estaba muy ligado a la vida monástica medieval, totalmente identificada con la cultura. Así se consideró que el período del Espíritu Santo estaría dominado por el monaquismo intelectual, que formaban las ordenes mendicantes y de predicadores, nacidas a la sombra de las Universidades, donde se desarrolló el aristotelismo averroista y la Escolástica.

De hecho, tanto en el mundo cristiano como en las religiones orientales, el monaquismo siempre ha estado, de alguna forma, vinculado con la filosofía y la búsqueda de la pureza espiritual, bien sea por medio del ascetismo, del encratismo o del eremitismo. Conocimiento profundo de dios y pureza de vida, una y otra vez han sido el motor de todos los movimientos monásticos, un tipo de vida muy semejante al de las primitivas escuelas filosóficas, con las que, como ya se ha dicho, la vida monacal tiene importantes paralelismos.

Juan Almirall

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