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viernes, 1 de mayo de 2009

OROSIO Y PRISCILIANO. ANTROPOLOGÍA PRISCILIANISTA III. REENCARNACIÓN EN EL CRISTIANISMO

En el último escrito de la misma serie, anunciábamos la intención de comparar los puntos doctrinales priscilianistas que presenta Orosio, con la propia obra de Prisciliano. En aquel artículo decíamos que lo presentado por Orosio no concordaba “aparentemente”, en materia doctrinal, con el contenido de los tratados.

Vamos a intentar estudiar las ideas priscilianistas sobre el hombre en el ámbito más amplio del mundo conceptual de su tiempo.

Aunque posiblemente el estilo y el carácter de la obra de Prisciliano son diferentes de los del texto de Orosio, es posible, no obstante, encontrar muchas coincidencias entre sus contenidos. Prisciliano nos presenta alguno de estos contenidos fundamentados además, en los textos del Evangelio.

En el Tratado I encontramos una referencia a la reencarnación en una de sus citas al Evangelio. La cita procede, en una versión antigua, de: Santiago 3, 6; “rotam geniturae”, o rueda de la generación; en la Vulgata: “rotam nativitatis”, o rueda de los nacimientos; de la que se sigue la preexistencia del alma antes de su encarnación.

En los Evangelios canónicos existen escasas referencias a la reencarnación además de la citada por Prisciliano, concretamente en Juan 9, 1-3: “Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento, y sus discípulos le preguntaron, diciendo: Rabí, ¿Quién pecó: este o sus padres, para que naciera ciego? Contestó Jesús: ni pecó este ni sus padres…” y también, en los casos en los que se presenta a Juan Bautista como reencarnación de Elías, por ejemplo en Marcos 9, 10-13: “Se preguntaban qué era aquello de “cuando resucitase de entre los muertos”. Le preguntaron diciendo: ¿cómo es que dicen los escribas que primero ha de venir Elías… Yo os digo que Elías ha venido ya…” y Lucas 1, 17: “Y caminará delante del Señor en el espíritu y poder de Elías…” También en Mateo, 11, 13-14 y en 17, 10-13.

La polémica cuestión de la reencarnación fue motivo de controversia en el cristianismo antiguo oriental. Fue aceptada filosóficamente por algunos Padres de la Iglesia como Justino y especialmente Orígenes de Alejandría y rechazada por otros como Tertuliano, Metodio de Olimpo, Ireneo o Jerónimo…

Origenes trata sobre la preexistencia del alma que es inmaterial, sin principio ni fin. Existe por parte del alma un progreso constante, de eternidad en eternidad, hacia la perfección. Todos los espíritus fueron creados sin culpa y todos han de regresar al final, a su perfección original. El aprendizaje del alma se realiza en mundos apropiados para su desarrollo… Dice Orígenes, en: “De Principiis III, 1,23”

“Puede darse que alguien, por causas anteriores a esta vida sea ahora en esta vida un vaso de deshonor, se corrija y se convierta en la nueva creación en vaso de honor, santificado y útil al maestro, preparado para toda obra buena”

En Clemente de Alejandría encontramos una alusión a la preexistencia del alma en: Protréptico, 6,4: “En cambio, antes de la fundación del mundo, nosotros fuimos engendrados por Dios anteriormente, porque era necesario que viviéramos en Él, nosotros, las imágenes razonables del Logos de Dios, por el que somos antiguos, porque “en el comienzo era el Logos” (Gredos 1994)

Finalmente la cuestión queda zanjada por decreto imperial en el concilio ecuménico de Constantinopla del año 553. La condena la realiza el propio emperador Justiniano, mediante 15 anatemas, con la asistencia de 165 obispos y confirmado por el Papa Virgilio. Los tres primeros cánones dicen:

Canon. 1. Si alguno dice o siente que las almas de los hombres preexisten, como que antes fueron inteligentes y santas potencias; que se hartaron de la divina contemplación y se volvieron en peor y que por ello se enfriaron en el amor de Dios, de donde les viene el nombre de frías, y que por castigo fueron arrojadas a los cuerpos, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dice o siente que el alma del Señor preexistía y que se unió con el Verbo Dios antes de encarnarse y nacer de la Virgen, sea anatema.Can. 3. Si alguno dice o siente que primero fue formado el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Santa Virgen y que después se le unió Dios Verbo y el alma que preexistía, sea anatema.

Can. 3. Si alguno dice o siente que primero fue formado el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Santa Virgen y que después se le unió Dios Verbo y el alma que preexistía, sea anatema.

La idea de reencarnación, a pesar de venir expresada en el Evangelio y ser aceptada por muchos filósofos cristianos, no formó verdaderamente parte del cristianismo. Para el cristiano lo verdaderamente importante era el mensaje de salvación. El cristianismo prometía el reino de los cielos, la vida del espíritu a quienes, mediante la fe, aceptaban el mensaje cristiano y el acto ritual de participar “del cuerpo y la sangre de Cristo”.

Los hechos evangélicos más importantes fueron cambiando con el tiempo y el lugar. Por ejemplo, para Pablo el hecho Evangélico más importante es el de la resurrección de Cristo, mediante el cual se vuelve posible la resurrección, y por tanto la salvación, del discípulo cristiano, esto se halla recogido sobre todo en la 1ª Epístola a los corintios, capítulo 15. Con el tiempo, en la iglesia católica, este momento fue desplazado en importancia por la pasión, el sufrimiento y la muerte de Jesús.

Pero ¿son compatibles reencarnación y resurrección o salvación? ¿Es lo mismo una cosa y otra? Las dos ideas las encontramos en Prisciliano y hacen referencia a realidades muy distintas.

En algunas tradiciones, entre ellas la judeocristiana, el origen del hombre y su primitivo estado están ligados a la divinidad; puede decirse incluso, que el hombre es de naturaleza divina y espiritual. Encontramos un testimonio de la divinidad del hombre en el Evangelio de Juan. Inaceptable para el monoteísmo judío, Jesús apela a la Escritura judía para justificar su “título” de Hijo de Dios, título, por otra parte, muy común en la tradición religiosa y mistérica antigua: “Por ninguna obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios. Jesús les replicó: ¿No está escrito en vuestra Ley: “Yo digo: Dioses sois”?” (Juan, 10,34. Nácar-Colunga BAC).

Jesús se refiere al pasaje de los Salmos 81, 6-7: “Os he dicho que sois dioses y todos hijos del altísimo”

Pero la condición en la que vive el hombre muestra su ruptura con la divinidad. El hombre ha sido expulsado del Paraíso, del Jardín de los Dioses o del coro celeste, como dice Platón. Y se ha establecido en un cuerpo terrestre, como dice por ejemplo Platón en Fedro. En el Génesis el hombre expulsado del Paraíso se viste con pieles de animales en referencia al cuerpo “animal”, sede de las pasiones que sufre el alma a causa de su atadura corporal; y en el cristianismo antiguo, deudor de la tradición judía y griega, ese mundo al que llega el hombre exiliado, está regido por las Potestades y Principados “de este mundo”, llamados también “terrígenos”, creadores o regentes, según los casos, del mundo terrenal. Esto es lo que representa el diablo o Satán: la oposición a Dios y la muerte. El olvido y la ignorancia del mundo celeste, como consecuencia de la influencia del mundo terrestre oscuro y opaco. El cuerpo, de naturaleza terrenal, “a la cual llama el apóstol “apariencia del mundo y hombre viejo” (Colosenses 3,9) y aunque ha sido creada por la mano de Dios, sin embargo, por ser hermana del nacimiento terrenal, al participar del barro, ha oscurecido el “linaje divino” (Act. 17,28) de los hombres con las trampas del nacimiento terrenal” Dice Prisciliano en el Tratado VI citando dos veces el Evangelio. En su canon XXXII a las Epístolas de Pablo dice: “El hombre viejo es exterior, se corrompe y en él se destruye el cuerpo del pecado y el apóstol le llama casa terrenal y vaso de barro”.

Pero estas concepciones sobre el cuerpo también las encontramos en la Grecia antigua, en la línea más órfica y pitagórica del platonismo, por ejemplo en el Gorgias, Fedro o el Fedón.

Sócrates cuenta a Fedro que el alma es de origen celeste, pero que debido a su inexperiencia o debilidad, cae en el cuerpo y este se convierte en un obstáculo, en una prisión o en un sepulcro.

“Hemos de intentar ahora decir cómo el ser viviente ha venido a llamarse “mortal” e “inmortal”. Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado, y recorre todo el cielo, revistiendo unas veces una forma y otras, otra. Y así, cuando es perfecta y alada vuela por las alturas y administra todo el mundo; en cambio, la que ha perdido las alas es arrastrada hasta que se apodera de algo sólido donde se establece tomando un cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo a causa de la fuerza de aquella, y este todo, alma y cuerpo unidos, se llama ser viviente y tiene el sobrenombre de mortal…”

“Siendo a su vez, integras, inmóviles y beatíficas las visiones que durante nuestra iniciación y al término de ella contemplábamos en un resplandor puro, puros nosotros y sin la marca de este sepulcro que ahora llamamos cuerpo, que nos rodea y al que estamos encadenados…”
(Obras completas, Aguilar, 1969)

Volveremos con más detalle sobre más esta cuestión en otro artículo.

Podemos decir que para la tradición cristiana, el alma, de origen celeste, se encuentra prisionera, encadenada en su sepulcro de carne y sangre, el cuerpo material “de este mundo”, en donde debe resucitar. El alma se encuentra sometida a la ley terrenal de lo corporal, a las pasiones y a su “quirógrafo” o balance de las deudas contraídas por el alma en su vagar errante a través de encarnaciones. Prisionera también de las influencias zodiacales, nos atrevemos a decir, pues en el Tratado V, o del Génesis dice: “fueron establecidos los cursos del año y las disposiciones de las estrellas”.

La preexistencia del alma y el registro o “quirógrafo” de sus acciones durante le curso de sus encarnaciones y las influencias zodiacales son elementos comunes tanto en el escrito de Orosio como en los textos de Prisciliano. Además, es común en ambos textos la idea de que Cristo liberó al hombre de los efectos de ese “registro” mediante su pasión y su muerte y devuelve al hombre a su primitiva condición de hijo de Dios, renacido de Dios y semejante a Él. Inmortal, liberado y unido a Dios para toda la eternidad.

“…viniendo en carne derribó la constitución del decreto (quirógrafo) anterior, y clavando en el patíbulo de la gloriosa cruz las maldiciones de la dominación terrena, Él, que es inmortal y no puede ser vencido por la muerte, murió por la eternidad de los mortales.” (Tratado IV. De la Pascua)

“Cristo es nuestra paz, y por eso, disolviendo las enemistades en la cruz, borró el quirógrafo que estaba contra nosotros, derribando el muro de separación.” (Canon XVIII)

En otro artículo buscaremos la continuación y el contexto de estas ideas en el mundo antiguo y más adelante, si ello es posible, trataremos sobre la cuestión del proceso y vía de salvación, liberación o inmortalidad del hombre en Prisciliano y su tiempo.

Saludos cordiales, Jesús Rodríguez.


sábado, 4 de abril de 2009

CRISTIANISMO Y REENCARNACIÓN

Platón aceptó las doctrinas pitagóricas sobre la metempsicosis, o más correctamente, sobre la palingenesia (regeneración o generación de nuevo), en el diálogo Fedón, Sócrates nos dice: “si acaso existen en el Hades las almas de las personas que han muerto o si no. Pues hay un antiguo relato del que nos hemos acordado, que dice que llegan allí desde aquí, y que de nuevo regresan y que nacen de los difuntos.” De hecho pitagóricos y platónicos mantenían ideas sobre la reencarnación del alma, que se encuentra prisionera en el cuerpo. En Homero y en general en todo el mundo clásico, no encontramos rastro de tales doctrinas. Para Aristóteles el alma es la forma del cuerpo, y es tan mortal como éste, lo único que es inmortal es el noûs (el intelecto), pero el intelecto en acto, es decir, aquel que se ha actualizado. Estas son las principales doctrinas sobre el alma y el intelecto que se incorporan a la teología cristiana. Justino, que vivió en la primera mitad del siglo II, fue uno de los principales apologistas cristianos, en su obra “Diálogo con Trifón”, muestra un gran interés por la filosofía, sobre todo de Platón y Pitágoras sobre el alma. Allí parece aceptar las doctrinas platónicas de la preexistencia de las almas. Sin embargo, Tertuliano, otro gran escritor cristiano de la segunda mitad del siglo II, en su obra “Acerca del alma” niega tales doctrinas, dedica un extenso capítulo a refutarlas, y las considera “mentiras temerarias” del sofista de Samos. En los primeros siglos del Cristianismo no existía una doctrina concreta y uniforme sobre el alma, más bien, los distintos escritores apologistas cristianos tomaron prestadas las distintas doctrinas procedentes de los grandes filósofos griegos, salvo Tertuliano y algún otro teólogo, que se empecinaron en negar la validez de la filosofía para los verdaderos cristianos.


El Cristianismo más helenizado y culto vino de la mano de las Escuelas Gnósticas de Marción, Valentín y Basílides. Los así llamados gnósticos incorporaron sin reparos las doctrinas pitagóricas y platónicas, e incluso les dieron su propia versión. El mito gnóstico incluye las Ideas platónicas en la forma de hipóstasis de los Eones, que habitan en el Pleroma, el mundo de las Ideas, de donde Sofía cae y engendra al Demiurgo, creador de un mundo corrompido, poblado de seres malignos, que intentan evitar que el espíritu humano regrese a su origen. De allí procede la centella divina, que sólo se encuentra en los hombres pneumáticos o espirituales, la que es incorruptible e inmortal, y que despertada y purificada, tras los cantos de arrepentimiento, puede elevarse por encima de las esferas del cosmos, hasta su morada en el Pleroma, el lugar del Tesoro de la Luz. Los mitos gnósticos serán duramente criticados por los teólogos eclesiásticos: Tertuliano, Irineo, Hipólito, Clemente y Orígenes, estos dos últimos autores, intentarán escribir una gnosis en el marco de la ortodoxia de la gran Iglesia.

En Orígenes el Cristianismo ortodoxo encuentra al primer gran sistemetizador de sus doctrinas. Gracias al método alegórico que había conocido en Alejandría, probablemente de los judíos continuadores de la labor alegórica de Filón, al cual sigue en muchos sentidos. En su gran obra “Tratado sobre los principios”, Orígenes nos explica que el alma humana en realidad es intelecto (noûs) de fuego que se ha enfriado, y por ese enfriamiento tiene que encarnarse en un cuerpo, donde debe aprender a inflamarse de nuevo en Dios, para ascender hacia el mundo divino, que se encuentra más allá de las esferas del cosmos. Orígenes fue influenciado por Numenio de Apamea, un autor platónico y pitagórico, que consideraba a Dios, el primer principio, como intelecto (noûs). Siguiendo a Numenio y a Filón, Orígenes define a Dios, el Padre y primera hipóstasis de la Trinidad cristiana, como “una naturaleza inteligible simplicísima” es decir una mónada y un intelecto (noûs) puro y fuente, que crea por pura bondad a un número limitado de seres a su imagen y semejanza, esto es, un determinado número de intelectos, y eso es lo que realmente somos. Por ello en Orígenes el noûs preexiste y es inmortal, siendo éste el que toma un cuerpo cuando se enfría, quedándose aprisionado en el mismo. Las doctrinas sobre la inmortalidad del alma humana de Orígenes se aproximan bastante a las doctrinas gnósticas.

La mayoría de los grandes escritores y teólogos cristianos de la antigüedad fueron origenistas, y la Escuela Catequética de Alejandría, siguió bastante a Orígenes, al igual que la Escuela Catequética de Cesarea, donde el alejandrino había dejado una importante influencia. Así Eusebio de Nicomedia y Eusebio de Cesarea fueron origenistas, que defendieron la causa arriana, que también traía causa de algunas de la tesis de Orígenes, en particular la idea subordinacionista del Logos al Padre, es decir, que el Logos, Cristo, era de alguna manera un ser subordinado al Padre, una criatura del Padre, aunque preeminente. Esta idea extraída de Orígenes la encontramos en Filón de Alejandría, pero en éste último, tiene su fundamento en la idea judía de la unidad divina, el Logos para Filón y para algunos cristianos es un potencia del Dios único, o incluso un arcángel. Los padres capadocios como Basilio y Gregorio Nacianceno también fueron origenistas. Y de éste último, fue discípulo Evagrio Póntico, un autor que abrazó la vida monástica en Nitria (Egipto), donde tomó contacto con grupos selectos de monjes origenistas. Evagrio escribió una obra titulada “Capítulos Gnósticos” donde defiende la preexistencia del alma. El Patriarca Teófilo de Alejandría será el primer perseguidor de los monjes origenistas a principios del siglo V, además de un gran perseguidor del paganismo. De los primeros años de este siglo datan las primeras persecuciones de los monjes origenistas que huyeron hacia Palestina y Constantinopla, donde fueron protegidos por el entonces Patriarca de Constantinopla Juan Crisóstomo. Así dará comienzo la primera gran disputa entre el Patriarcado de Alejandría y el de Constantinopla, que hizo caer a Nestorio, y perseguir a los padres antioquenos, Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia.

La Escuela de Alejandría a pesar de haber abominado contra Orígenes, mantenía una teología cristológica basada en la concepción platónica del alma triple: racional, irascible y concupiscible, que gobierna al cuerpo. En Cristo el alma racional es substituida por el Logos. Esta es la teología que irán matizando los alejandrinos. Por su parte, la Escuela de Antioquia asume una visión del alma más aristotélica, donde el alma es la forma del cuerpo, y por tanto, hay una unión sustancial del cuerpo y del alma, así en Cristo hay un verdadero hombre (cuerpo y alma) que acoge al Logos, que se une por conjunción (sináfeia), sin mezcla de naturalezas. De estas dos concepciones del alma surgirán las dos grandes herejías del siglo V, que en realidad, representan dos posturas extremas de ambas concepciones, el Nestorianismo, que niega que la Virgen María sea theotocos, es decir, madre de Dios, pues entiende que sólo es madre del hombre que albergó al Cristo, tendencia aristotélica de la Escuela de Antioquia. Mientras que la otra tendencia extrema, aparecida unos años más tarde, fue el Monofisismo, que mantenía que en Cristo sólo se daba un única naturaleza divina, que absorbe a la humana, lo que supone un cierto docetismo, pues la naturaleza humana se vuelve meramente aparente, ya que en Cristo sólo hay una naturaleza: la divina.

La gran Iglesia, ahora Iglesia Imperial, se encuentra sumida en estas disputas, y por la participación de los emperadores bizantinos, que buscaban infructuosamente la unidad doctrinal de la Iglesia y del Imperio, estas disputas se convirtieron en cuestiones políticas. En el Concilio de Calcedonia (451) el Emperador Teodosio II apoya a la ortodoxia, que mantiene la unión sustancial de dos naturalezas la divina y la humana, mientras que la Emperatriz Pulqueria apoya a los monofisistas: el Imperio se encuentra dividido. Constantinopla y Roma apoyan la fe calcedoniana, y Alejandría, Antioquía y Jerusalén han caído en manos de patriarcas monofisistas. En plena discusión sobre la naturaleza del alma en Cristo, estalla un rebrote en Palestina de disputas entre monasterios, por la causa del origenismo. En una comunidad de monjes próxima a Jerusalén, en el monasterio de la Nueva Laura, un grupo de eruditos, aficionados a la lectura de Orígenes y Evagrio, defienden la preexistencia de las almas, la metempsicosis y la restauración final, por lo que son expulsados del convento. Difundirán sus doctrinas por todas las comunidades monásticas de Palestina, con el apoyo de algunos teólogos de Constantinopla. Estos monjes origenistas fueron conocidos con el nombre de isocristes (todos los seres racionales, como los llama Orígenes, serán iguales, incluso Cristo, tras la apocatástasis). El emperador Justiniano, en el año 543, lanza la primera condena a las doctrinas heréticas de Orígenes y Evagrio. En el Liber adversus Orígenes, del emperador Justiniano, publicados en el Sínodo de Endemousa, bajo el Patriarca Menas, confirmada su firma por el Papa de Roma Vigilio:

Can. 1. Si alguno dice o siente que las almas de los hombres preexisten, como que antes fueron inteligentes y santas potencias; que se hartaron de la divina contemplación y se volvieron en peor y que por ello se enfriaron en el amor de Dios, de donde les viene el nombre de frías, y que por castigo fueron arrojadas a los cuerpos, sea anatema.

Can. 2. Si alguno dice o siente que el alma del Señor preexistía y que se unió con el Verbo Dios antes de encarnarse y nacer de la Virgen, sea anatema.

Can. 3. Si alguno dice o siente que primero fué formado el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo en el seno de la Santa Virgen y que después se le unió Dios Verbo y el alma que preexistía, sea anatema.

Can. 4. Si alguno dice o siente que el Verbo de Dios fue hecho semejante a todos los órdenes o jerarquías celestes, convertido para los querubines en querubín y para los serafines en serafín, y, en una palabra, hecho semejante a todas las potestades celestes, sea anatema.

Can. 5. Si alguno dice o siente que en la resurrección de los cuerpos de los hombres resucitarán en forma esférica y no confiesa que resucitaremos rectos, sea anatema.

Can. 6. Si alguno dice que el cielo y el sol y la luna y las estrellas y las aguas que están encima de los cielos están animados y que son una especie de potencias racionales, sea anatema.

Can. 7. Si alguno dice o siente que Cristo Señor ha de ser crucificado en el siglo venidero por la salvación de los demonios, como lo fue por la de los hombres, sea anatema.

Can. 8. Si alguno dice o siente que el poder de Dios es limitado y que sólo obró en la creación cuanto pudo abarcar, sea anatema.

Can. 9. Si alguno dice o siente que el castigo de los demonios o de los hombres impíos es temporal y que en algún momento tendrá fin, o que se dará la reintegración de los demonios o de los hombres impíos, sea anatema.

Estos anatemismos fueron ratificados unos años después en el II Concilio de Constantinopla, quinto concilio ecuménico, celebrado en el año 553, bajo el imperio de Justiniano, donde se centra en la condena a los “Tres Capítulos”, las obras de los tres grandes autores del Nestorianismo: Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa. Con la anatemización de las doctrinas de estos tres autores, Justiniano pretendía conseguir la reconciliación con los monofisitas. Estas son las principales cuestiones tratadas en el Concilio de Constantinopla, sin embargo, se incluyen quince anatemismos más, dirigidos expresamente contra “ciertos monjes de Jerusalén”, se trataba de los origenistas isocristes, cuya cabeza era un tal Teodoro de Asquidas. En estos nuevos quince anatemas, incluye los diez anteriores del “Liver adversus Origenes”, pero ahora se presta mayor atención a unos aspectos cristológicos que no habían aparecido antes: Cristo es uno más de todos los seres racionales que forman la unidad primitiva; se distingue de los demás porque solo él permaneció inmutable, no se cansó de la contemplación divina; Cristo y no el Logos es el demiurgo, creador del mundo; su reino tendrá fin con la apocatástasis. Todos estos factores nuevos proceden de las obras de Evagrio Póntico, en especial de los “Capítulos Gnósticos”, a los que eran muy aficionados los monjes isocristes. Esta fue una controversia menor, frente a las que producían mayor impacto en la Ecumene, sobre todo en su parte oriental, las controversias cristológicas entre nestorianos y monofisistas.

En conclusión, podemos decir que la reencarnación nunca ha sido una doctrina pacífica y aceptada por la mayoría de la comunidad eclesiástica, solo las tendencias que se decantaban más hacia el platonismo, incluyeron ideas relativas a la preexistencia del noûs, es decir, el intelecto o la parte racional del alma. Pero nunca fue realmente incorporada a la doctrina general la reencarnación del alma, tal como la planteaba Platón o los pitagóricos.

Juan Almirall