domingo, 8 de noviembre de 2009

LA DIVINA HIPATIA DE ALEJANDRIA

Sorprende comprobar que cuando se hace una película sobre la vida de un personaje de la altura espiritual de Hipatia de Alejandría, en lo relativo a sus doctrinas, se distraiga la atención hacia un planteamiento falaz sobre sus enseñanzas, olvidando algunos de los aspectos realmente importantes, pero tal vez, menos comerciales, de sus enseñanzas. Hipatia fue una filósofa Neoplatónica. El Neoplatonismo es una Escuela filosófica que surge a partir de las enseñanzas de Plotino, en el siglo III. Se cuenta de Plotino que alcanzaba una perfecta unidad con el Uno, en un estado de profundo éxtasis. Sus meditaciones sobre la Belleza y sobre el Uno, han sido la fuente de inspiración y la guía espiritual de todos los místicos de Occidente, tanto de los paganos como de los cristianos. A Hipatia le precedieron los filósofos sirios: Porfírio y Jámblico de Calcis. Ambos miembros de una tradición filosófica donde eran considerados maestros divinos, por sus prodigiosas capacidades espirituales. Son filósofos y teurgos, es decir, filósofos, magos y místicos.




Desde Porfirio y sobre todo con Jámblico, que además de filósofo era sacerdote iniciado en los misterios caldeos y egipcios, la Teurgia será la más alta expresión de la Filosofía, y los maestros de Filosofía y Teurgia serán considerados hombres divinos. Hipatia forma parte de esta tradición. Es cierto que fueron grandes matemáticos, Jámblico recopiló las doctrinas de los pitagóricos en una Suma, que comienza con la vida de Pitágoras, pasa por una introducción a las matemáticas, y culmina con una Teología de la Aritmética.
Pero es del todo improbable que Hipatia formulara las Leyes de Kepler, y que mantuviera una heliocentrismo, combinado con una descripción de las órbitas elípticas de los planetas y de la tierra. Lo más seguro es que Hipatia enseñara matemáticas pitagóricas, así como una mística del número, en el más puro estilo del Neoplatonismo de la Escuela Siria de Jámblico de Calcis. La filiación Neoplatónica se aprecia claramente de la lectura de las Cartas de Sinesio de Cirene, obispo de la Tolomaida, en Libia, que dirige a su maestra Hipátia.
Ella misma era considerada divina, como los otros Maestros Neoplatónicos (la famosa Cadena de Oro), y el propio Sinesio reconoce la presencia de su espíritu divino, como el daimón de Plotino, al que se refiere su biógrafo. Dotados de una divinidad como guía interior, tanto Plotino como Hipatia pudieron sondear los misterios más profundos del Universo, como de la divinidad.
Plotino distinguía una trinidad divina, formada por el Cosmos o el Alma, el Nôus (el Intelecto divino) y el Uno, la primera y más elevada divindad, de la que todo procede, y a la que todo regresa. Plotino se unificaba con el Uno, porque había despertado el ojo interior, la flor del nôus, que se encuentra escondido en el interior de todo ser humano a la espera de ser despertado y liberado, tiene la capacidad de elevar al alma hasta las divinas y supremas claridades del Ser mismo, e incluso más allá del Ser, es decir, hacia la fuente de la que todo procede: el Uno. Esta es la vida filosófica y las enseñanzas que proponía Hipatia a sus discípulos, tal como lo narra Sinesio en sus epístolas. Hipatia muestra al igual que Plotino el camino para alcanzar la contemplación de la Belleza en sí, y el Bien, como también denominaban al Uno.
En esta época la tradición espíritual de los sagrados ritos para alcanzar la visión y la unificación con el Uno, se encontraba en manos de mujeres, Hipatia mostraba estos ritos mágicos a sus discípulos, unos ritos que estaban más allá de la religión particular de cada uno, se trataba del arte sagrado o hierático, también denominado Teurgia. Una magia intelectual, que igualmente, unos pocos años más tarde, en Atenas tiene a otra filósofa como iniciadora: Asclepigenia, la hija de Siriano de Atenas, quien inició en este sagrado arte a Proclo de Licia, uno de los últimos maestros de esta tradición Neoplatónica.
Hipatia como filósofa pitagórica estudiaba las matemáticas, una ciencia que constaba de cuatro disciplinas: la Aritmética, sobre el Número Divino y sus manifestaciones; la Geometría, su padre fue un gran matemático y geómetra, Teón de Alejandría, no hay que olvidar que los Elementos vieron su luz definitiva de la mano de otro alejandrino: Euclides; la Música, en la que parece que Hipatia destacaba y utilizaba para aplacar las pasiones del alma; y la Astronomía, de la que Alejandría era la capital, a partir de la obra de Ptolomeo, en el siglo II, al que tanto Teón como su hija seguían fielmente y profesaban gran admiración (la imágen de Hipatia criticando el sistema de Ptolomeo, como una verdadera monstruosidad, se adelanta once siglos para ser exactos, será Copérnico quien la haga).
Los Neoplatónicos fueron autores de bellas y elegantes cosmologías, presidadas por el Uno-Bien, del que emanaba el Intelecto. En un intento de conocerse a sí mismo, el Uno ejecuta, sin movimiento, una acción de retorno, como un rayo de Luz, del que se van degradando distintas entidades intelectivas, hasta que de ese mismo Intelecto, surge la necesidad de crear una obra perfecta, y que se asemeje a Dios: el Universo o el Alma. Pero el Alma es dominada por la pasión, pasión que sólo es superada por la virtud, en particular la sôfrosýnê, es decir la moderación o la búsqueda del término medio, de la que hablaba Aristóteles. Alcanzada la moderación el alma debía iniciar el camino de regreso y semejanza a Dios, tal como lo proponía Platón. Así los Neoplatónicos estudiaban los diálogos de Platón, en particular el “Parménides”, donde encontraban el camino de elevación del intelecto humano hasta el Uno.
Por tanto, las enseñanzas que Hipatia impartía, por cierto que no en el Pórtico de Aristóteles del Serapeum, sino en su domicilio particular, como muchos otros maestros de filosofía y retórica, cuyas escuelas se encontraban en sus propios domicilios y que eran heradados por sus discípulos y continuadores, tenían que ver con el Neoplatonismo y sus inquietudes, más que con formulaciones anacrónicas de leyes astronómicas modernas.
Veamos una de estas inquietudes expresada por Plotino: “Esto es lo que quería dar a entender el precepto de los misterios de acá de no revelarlos a los no iniciados: partiendo de que aquel espectáculo no es revelable, prohibió manifestar la divinidad a cualquier otro que no haya tenido la suerte de verla por sí mismo. Puesto que no eran dos cosas, sino que el vidente mismo era una sola cosa con lo visto – diríase no “visto”, sino “aunado” –, si el vidente lograra recordar en quién se transformó durante su consorcio con aquél, obtendría un retrato mental de aquél. Ahora bien, él mismo era una sola cosa sin tener en sí diversidad alguna ni con respecto a sí mismo ni con respecto a otra cosa, porque ningún movimiento había en él: ninguna cólera, ninguna apetencia de otra cosa se hacía presente en él, una vez subido arriba; ni siquiera un razonamiento ni un pensamiento. Ni era el mismo en absoluto, si hay que decir esto, sino que, como arrobado o endiosado, se quedó en soledad serena y en estado de imperturbabilidad, sin desviarse con su esencia a ninguna parte ni girar en torno a sí mismo, sino en reposo absoluto y convertido, por así decirlo, en reposo. Tampoco asomaba belleza alguna; sobrepasó ya aun la belleza, superando ya aun el coro de las virtudes como quien se adentró en el interior del aditum dejando atrás las estatuas que hay en el templo… Aquello otro tal vez no era espectáculo, sino un modo distinto de visión: éxtasis, simplificación, donación de sí mismo, anhelo de contacto, quietud e intuición que ronda en busca de acoplamiento. Todo ello, para contemplar lo que hay dentro del aditum... Ahora bien, estar en sí misma sola y no en el ser, es estar en aquél. Porque uno mismo se transforma no en esencia, sino en algo más allá de la esencia, en tanto trata uno con aquél. Si, pues, alguien logra verse a sí mismo transformado en esto, tiene en sí mismo una imagen de aquél. Y si partiendo de sí mismo como imagen se remonta hasta el modelo, alcanzará la meta de su peregrinación. Más si decae de la contemplación, reavive su propia virtud interior, obsérvese a sí mismo adornado con esas virtudes, y se verá aligerado de nuevo yendo a través de la virtud hasta la inteligencia y sabiduría y a través de la sabiduría hasta aquél. Y ésta es la vida de los dioses y la de los hombres divinos y bienaventurados: un liberarse de las demás cosas, de las de acá, un vivir libre de los deleites de acá y un huir solo al Solo (fygê mónou pròs mónon).” (VI.9.11).
En fin, entendemos que resulte muy poco cinematográfica esta visión extática, y que sería en la que intentaría introducir Hipatia de Alejandría a sus discípulos, pero había que mostrar también este aspecto de la verdad sobre la Filósofa, y completar la hermosa visión que nos muestra la película de Alejandro Amenábar, al que nos gustaría felicitar desde aquí.


Juan Almirall



2 comentarios:

NaoBerlin dijo...

Ya, era casi imposible que Hipatia fuera atea, gran error. Pero me parece mas grave el papel que tiene Sinesio de Cirene en la película, ese es el gran error de la película.

Me parece bastante curioso que ninguno de los "dolidos" cristianos practicantes pase por alto este tema.

A Amenabar le pudo el mensaje a favor del conocimiento y encontra de los fanatismos monoteístas, pero si esas dos cosas hubiesen encajado, lo de Sinesio y el paganismo practicante de Hipatia, la película hubiese sido perfecta históricamente.

De todas formas creo que refleja muy bien el ambiente religioso de la ciudad y cómo los notables paganos se fueron convirtiendo al cristianismo, una cosa no quita la otra y de hecho creo que era lo más difícil.

Juan Almirall Arnal dijo...

Hipatia, como algunos otros neoplatónicos, creía en una teología filosófica, pero desde luego que no era atea. Por eso no parece que le afectara la destrucción del Serapeum, como a otros filósofos paganos, más implicados en la vida espiritual de aquel templo.
En cuanto a Sinesio, que habría muerto unos años antes que su maestra (de lo que supongo informado a Amenábar), desconozco el papel que jugó en la historia. El que sí fue un gran teólogo es Cirilo de Alejandría, cuyas tesis cristológicas fueron decisivas en la construcción del dogma sobre la encarnación del Logos.

Saludos,

Juan Almirall