sábado, 27 de diciembre de 2008

LA CUESTION DE LA FILIOQUE EN EL CISMA DE ORIENTE

En la controversia que determinó el Cisma de Oriente, normalmente, se aducen causas políticas, de la efectiva dificultad de una Iglesia Universal bicéfala, con los dos últimos patriarcas como cabezas: el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla, los dos últimos metropolitanos de los cinco que reconocía el Concilio de Calcedonia, pues tras la expansión del Imperio Árabe y la implantación de la herejía monofisista, los otros tres Patriarcas, el de Jerusalén, el de Alejandría y el de Antioquía, habían perdido todo contacto con la gran Iglesia, y habían sido abandonados a su suerte dentro del mundo Islámico.


Un elemento definitivo, desde luego, era la pérdida del poder imperial por parte de Bizancio, que ya no le unían lazos políticos con el nuevo Imperio Carolingio que se formaba en Occidente, bajo la égida de Carlomagno. Sin embargo, el conflicto entre las dos últimas sedes patriarcales, no tuvo su origen solamente en cuestiones políticas, como los cronistas se empeñan en destacar, sino en importantes cuestiones doctrinales, que tienen su expresión en la llamada “cláusula de la filioque” o cuestión de la filioque, una novedad doctrinal, plasmada en el Símbolo de Nicea (el Credo de la fe católica, establecido en Nicea y que tantas precisiones y aclaraciones requirió), introducida por los monjes francos en Oriente. Se trataba de un añadido que establecía la doble procesión del Espíritu Santo, tanto del Padre como del Hijo (filioque), es decir, que el Espíritu Santo procede, según la nueva tesis occidental, tanto de Dios Padre como del Hijo, cosa que no aceptó la Iglesia Oriental. Para los distintos Patriarcas de Constantinopla, constituía una herejía, hacer proceder al Espíritu Santo también del Hijo, pues el Espíritu procede únicamente de Dios Padre, de la Mónada. De Dios Padre proceden tanto el Hijo como el Espíritu, éste último procede del Padre a través del Hijo. Aceptar la filioque suponía la destrucción de la idea de que el Padre es el verdadero principio único y original de la Trinidad.

El Símbolo de Nicea o Credo, fue una fórmula propuesta por el grupo de obispos contrarios a las tesis arrianas, que ganó el apoyo del emperador Constantino, el gran unificador de la Iglesia, quien, por otra parte, fue el verdadero cabeza de la nueva Iglesia Imperial. El Concilio de Nicea fue el primer concilio ecuménico, celebrado en el año 325, y la gran polémica se centraba en la cuestión de la procesión del Cristo, tal como la habían propuesto los partidarios de Arrio. Sobre el Espíritu Santo muy poco se decía, pues no constituía el verdadero conflicto. El Credo fijaba conceptos griegos como el engendramiento de Cristo, no su creación; y sobre todo, la cosubstancialidad con el Padre (homoousion).

Sin embargo, el Credo, que pretendía resumir la fe ortodoxa de la Iglesia Imperial en unas cuantas frases, no dejó de dar problemas a lo largo de la historia. En el segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, celebrado en el año 381, se estableció, siguiendo lo dispuesto en el Evangelio de Juan 15. 26, que el Espíritu Santo procede del Padre: «Credo in unum Deum... et in Spiritum Sanctum... qui ex Patre per Filium procedit.» (Creo en un solo Dios... y en el Espíritu Santo... que procede del Padre a través del Hijo). Esta solución, conocida como Credo constantinopolitano, no tuvo fuerza hasta su sanción definitiva en el tercer Concilio Ecuménico de Calcedonia, del año 451.

Fue en el año 397, en el primer Concilio de Toledo, cuando se añadió el término filioque al Credo constantinopolitano, creando la doble procesión del Padre y del Hijo, en lo que respecta al Espíritu Santo, extremo éste que nunca fue aceptado por la Iglesia griega, más tarde denominada ortodoxa, y en especial por el Patriarcado de Constantinopla, cabeza de dicha Iglesia, para la cual, la doble procesión es un invento especulativo de los obispos occidentales, reunidos en el Concilio de Toledo, que no tiene ningún fundamento en la fe católica. La propuesta del Concilio de Toledo era la siguiente: «Credimus in unum verum Deum Patrem et Filium et Spiritum Sanctum ... sed a Patre Filioque procedens.» (Creemos en un solo Dios verdadero, Padre, Hijo y Espíritu Santo ... que procede del Padre y del Hijo).

Algunos comentaristas del Cisma aseguran que no hay una cuestión doctrinal de fondo que justifique la división entre la Iglesia Occidental y la Oriental, pues no hay una herejía que justifique dicha división, como fue el caso de la separación de Alejandría y Antioquía, que habían caído en manos de los monofisistas. Sin embargo, estos comentaristas próximos a la Iglesia Romana, no son capaces de ver que la postura herética es la adoptada por Roma, es decir, que por el hecho de ser una Iglesia mayor, no está legitimada para introducir novedades en el Símbolo de la Fe, fruto de la especulación, a los ojos de la ortodoxia.

Saludos,

Juan Almirall

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