sábado, 10 de mayo de 2008

Priscilianismo a partir de sus escritos


El siglo cuarto comienza con los edictos de persecución de Diocleciano en 303-304. Sin embargo, el cristianismo está firmemente implantado y tiene representantes en todos los estratos sociales, incluida la corte imperial. En 313 se firma el edicto de tolerancia de Milán y en 325 se celebra el concilio ecuménico de Nicea presidido por Constantino. Es en este siglo cuando se colocan los fundamentos de la iglesia.
Inicialmente el cristianismo fue una religión sin templos, el propio hombre y la comunidad de creyentes o ekklesia eran el “templo del Espíritu” .


La experiencia espiritual cristiana primitiva, conocía dos formas básicas: la de los llamados perfectos, con su diversidad de dones carismáticos y conocimiento espiritual y la de los discípulos, aspirantes o creyentes.
La tipología inicial del cristianismo primitivo es la de perfectos o carismáticos itinerantes que predicaban y formaban entorno a sí grupos de discípulos con quienes se mantenían en comunión espiritual. Comunidades que juntas formaban una unidad ideal mayor llamada “cuerpo de Cristo” que compartía una misma vivencia espiritual y un mismo contenido doctrinal o filosófico.
Dios se manifestaba en la comunidad y en cada ser humano. El primitivo cristianismo no estaba institucionalizado y ello posibilitaba una experiencia espiritual individual.
A las diferentes formas de cristianismo existentes se sumarán al comienzo del siglo IV, entre otras, el donatismo y el arrianismo. Las diferencias doctrinales e ideológicas adquirirán mayor importancia y gravedad que, por ejemplo, la corrupción interna de las comunidades, en las que, según da noticia Eusebio de Cesarea , gentes indignas habían ocupado sedes episcopales, y eran públicas la hipocresía, las envidias, rencillas, odios y ansias de poder de los clérigos. La fe, el dogma, es lo que pasa a definir al verdadero cristiano, - y por tanto, también al “hereje”-. La ortodoxia doctrinal desplaza en importancia a la rectitud y la integridad moral.
En el siglo IV se produce la unión definitiva entre la iglesia y el Estado.
Dentro del sacerdocio se agudizan las distinciones y se crean nuevas. Los clérigos forman un estamento consciente de su papel e importancia para la vida pública. Se acentúa la distancia con el laicado y se convierten en intermediarios imprescindibles entre éstos y la iglesia. El obispo pasa de ser un referente moral religioso a convertirse en autoridad pública.
La iglesia se vuelve jerárquica, poderosa y rica; se construyen grandes y magníficas iglesias inspiradas en las basílicas romanas y la alta jerarquía eclesiástica lleva una vida principesca. En medio de esta iglesia triunfante, cobra fuerza la vida monástica de pobreza voluntaria y abandono de bienes terrenales; de monjes, hombres y mujeres, cuya virtud y ascetismo obran curaciones y prodigios, de santos anacoretas que se rodearán de imitadores y se organizarán de diversas maneras, pero que, no obstante, serán vigilados de cerca por los obispos. Como ejemplo, el monasterio de san Pacomio, en Egipto, cerca del cual fueron encontrados, en 1945, los llamados “códices” de Nag Hammadi
El concilio que se celebra en Elvira a comienzos del siglo IV, de carácter disciplinar, nos muestra algunas características de la iglesia hispana; el cristianismo está para entonces muy extendido, especialmente en el sur y el levante, más poblados y romanizados y donde la antigua población judía, receptora de la primera predicación cristiana, era más numerosa. Algunos cánones regulan las relaciones de los cristianos con judíos y herejes, al parecer, ambos muy numerosos. Otros condenan la vuelta a la antigua religión, muy presente aún, las prácticas mágicas maléficas, bastante comunes.
En este contexto histórico aparece el personaje de Prisciliano.
En la naciente iglesia hispana el cristianismo oficial convive con otras versiones del cristianismo: arrianismo, donatismo, maniqueísmo... Pero Prisciliano, laico en un principio, elevado más tarde legalmente al obispado de Ávila, es acusado de introducir la herejía en el seno de la iglesia católica.
¿Quién fue Prisciliano?
Tal vez el motivo por el cual la figura de Prisciliano es más conocida es el que para muchos existen ciertas pruebas de que quien está enterrado en Santiago de Compostela no es el apóstol Santiago, sino Prisciliano, que fue venerado como mártir en Galicia.
Prisciliano, obispo de Ávila, fue un exponente de lo que llamaríamos cristianismo esotérico o interior. Nació en la Hispania romana, probablemente en el noroeste, alrededor del año 350.
Treinta y cinco años después, en el año 385, fue decapitado en Tréveris, en la actual Alemania, por el brazo secular, en un juicio de dudoso procedimiento, acusado de herejía, maniqueísmo y nigromancia.
Muy pocas cosas sabemos hoy de él, a pesar de que en su tiempo, su caso tuvo gran repercusión en toda Europa occidental.
Es muy poco lo que el tiempo y el celo inquisidor nos ha legado. En 1882 aparecieron unos textos en la universidad de Wüzburg, Alemania, que fueron atribuidos a Prisciliano. Hasta entonces lo que se poseía sobre él, eran las versiones de escritores que en cierta medida le eran hostiles. También se conocían sus cánones a las epístolas de Pablo, y los prólogos a los cuatro evangelios llamados monarquianos. En estas obras, el cristianismo priscilianista se halla fuertemente fundamentado en el Evangelio. Toda su exposición doctrinal está acompañada constantemente de citas y referencias a la Biblia, aunque a menudo, ello contradijese la versión ortodoxa católica.
Lo que hoy poseemos es aún insuficiente para reconstruir la historia, sin embargo, lo que sí podemos intentar es la reconstrucción de su forma de entender el cristianismo, a partir de sus propios textos.
Dadas las limitaciones de tiempo, trataremos algunos aspectos antropológicos y soteriológicos que consideramos más importantes junto con algunas conclusiones finales.

Para Prisciliano, en el ser humano y en el mundo coexisten dos principios antagónicos: por un lado una naturaleza terrenal y perecedera; por otro, la naturaleza divina e inmortal.
La divinidad desciende físicamente hacia el hombre para mostrarle a este la vía de ascenso por el camino celeste. Cristo no es simplemente un objeto de adoración, sino sobre todo, un guía que muestra al hombre la forma de recuperar su primitiva condición inmortal, la resurrección de su dimensión celeste. Cristo es el prototipo de la divinización humana., Esto es llamado “hecho forma del futuro”, es decir, el futuro de la realización cristiana en sentido superior para el hombre; y dice: “mostró la esperanza de nuestra resurrección”, significando que el auténtico cristianismo, la “iniciación” cristiana, como la llama Prisciliano, consiste en una muerte de lo temporal y en el renacimiento de la imagen divina en el hombre.

“El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (J. 1,14) y crucificado fue hecho heredero de la vida, venciendo a la muerte, y resucitando al tercer día, hecho forma del futuro, mostró la esperanza de nuestra resurrección, y ascendiendo a los cielos, abrió el camino para los que llegan hasta Él” (trat. I)

Citando a Pablo dice:

”Lo divino habita en nosotros (Rom.8,9)” (Tratact. VI)

“Haciendo fructificar lo que somos en Dios, no posea nuestra figura nada animal, sino que todo lo ocupe la disciplina de Dios Cristo, porque no existe ninguna comunidad “entre la mesa del Señor y la mesa de los demonios” (I Cor. 19,21)”.

Este fragmento supone la convicción de la dualidad del hombre. Acorde con el Evangelio, el hombre posee una realidad animal o terrenal y una dimensión divina. Una debe desaparecer en beneficio de la otra, pues “no existe comunidad entre…” las dos, es decir, a pesar de la dualidad humana, no es posible que las dos puedan convivir armoniosamente en el hombre, de ahí la necesidad de vencer la animalidad y el egoísmo por medio de la “disciplina de Dios Cristo”. Por medio de una práctica de vida rigurosa que permita el resurgir de la naturaleza interna espiritual del hombre. En los cánones a las epístolas de Pablo, en el XXXIV, por ejemplo, dice:

“Los santos crucifican su carne junto con sus vicios y concupiscencias, gloriándose en la Cruz de Cristo, por quienes están muertos para el mundo y sus obras”
En el XXIX: “La carne es enemiga de Dios”
En el XXXI y el XXXII nos presenta, según cuenta Pablo, los dos tipos de hombres: el hombre terrenal y el verdadero seguidor de Cristo:
“El hombre nuevo es interior e imagen del celestial por estar formado a imagen de Dios y reformado con la gracia de Dios y la luz de la ciencia, y es un tesoro en un vaso de barro”. (C. XXXI)
El vaso de barro alude al cuerpo material.
“El hombre viejo es exterior, se corrompe y en él se destruye el cuerpo del pecado y el apóstol le llama casa terrenal y vaso de barro”. (XXXII).

El cuerpo, nacido de la naturaleza terrenal, ha de convertirse en templo del Espíritu, como dice Pablo. Esto no es entendido de manera simbólica, sino como un proceso de transformación y reconstrucción en siete días o en siete fases o momentos de un proceso; como un reflejo en lo pequeño del acto de creación en lo grande. Prisciliano comienza el tratado con la creación divina del mundo , luego prosigue con la creación divina del hombre espiritual en siete días, como si se tratase de una relación de semejanza entre macrocosmos y microcosmos.

“Y por ello, despojándoos del viejo hombre con todos sus actos y concupiscencias, vestíos del hombre nuevo” (Col. 3, 9-10), preparad en vosotros el cielo y la tierra del Señor, para que se exclame en vosotros: “hágase la luz” y seáis llamados “día del Señor”.
Aquel que, fecundado por el Verbo del Señor, reciba la lluvia de la predicación divina, creciendo en gloria y obra de la semana perfecta, reformando en sí la Iglesia del Señor, tal como está escrito: “la sabiduría edificó su casa y la asentó sobre siete columnas” (Prov. 9,1), también vosotros, como piedras vivas seréis edificados en casas espirituales, “renacidos, no de semilla corruptible, sino de semilla incorruptible, por el Verbo del Dios Vivo y permaneciendo en la eternidad” (I Pedro 1,23) para que, convertidos en sábado del Señor, despojados de todos los actos del mundo, no debáis nada al siglo, sino que descanséis en Dios.”

Podemos encontrar en este relativamente oscuro y difícil texto las ideas de renacimiento espiritual y transformación, reconstrucción del templo que es el hombre perfecto u hombre nuevo; sabiduría, comprensión espiritual y conocimiento de sí mismo; simbolismo, en esta ocasión, del número siete: siete días, siete columnas; inmortalidad y eternidad como consecuencia de la transformación y reformación de un cuerpo espiritual o templo de Dios, a partir de la sustancia espiritual, a partir de la actividad del “Verbo de Dios vivo” o Logos, tal como dice el prólogo del evangelio de Juan:

“Más a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios, que no de sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios, son nacidos”. (Juan 1,12,13)

Toda la obra de Prisciliano procede directamente del estudio de los Evangelios, todos sus contenidos son perfectamente evangélicos, lo cual podría señalar, de momento, dos cosas:
1. Que es posible una lectura gnóstica del Nuevo Testamento.
2. Que hay en el catolicismo de Prisciliano una reforma del cristianismo de su tiempo hacia la tradición de los apóstoles, como han señalado algunos eruditos.

La lectura que Prisciliano hace, se diferencia, al menos en un punto importante de la versión oficial; él considera simbólico, lo que la iglesia de Roma toma como literal, como por ejemplo, el relato del evangelio como un hecho histórico; y, al contrario, él toma como literal, lo que la iglesia romana considera simbólico, de poca trascendencia, o meramente retórico. Es el caso, por ejemplo de la frase: “Lo divino habita en nosotros”, o “toda amistad del mundo es enemiga de Dios” (Santiago 4,4). Esta es una sentencia con un carácter decididamente dualista. Esto es característico de Prisciliano y de muchos “otros cristianismos”, incluido el de los propios apóstoles, quienes interpretan esto de manera literal. Es un dualismo que se apoya en la convicción de la doble naturaleza humana, espiritual e inmortal por un lado, terrenal y mortal por otro. No obstante, es un dualismo que coloca el acento en la posibilidad para el hombre, de devenir inmortal y perfecto, es decir, literalmente imagen y semejanza de Dios. La consecuencia de esto se traduce en una actitud determinada ante la vida, una actitud que algunos llaman ascética, pero que simplemente consiste en un desplazamiento de acentos vitales. Una perspectiva nueva se abre ante estas personas, una perspectiva espiritual que descansa en el reconocimiento interno de esa otra dimensión humana y la consiguiente y consecuente orientación hacia aquella dimensión. Aludiendo a un pasaje evangélico, dice: “Nosotros buscamos los tesoros invisibles, escondidos en los cielos”. (Trat. I)
Vegetarianismo; celibato, sólo en algunos casos; pobreza voluntaria; ayunos; caridad fraterna; sabiduría y discernimiento entre el bien y el mal; vida intachable, etc., forman parte de esta orientación, que fue considerada, muchas veces, demasiado radical por parte los obispos
La iglesia romana forjó con el tiempo otro dualismo, el de los buenos y los malos. El dualismo de los buenos que permanecen junto a la ortodoxia levantada a golpe de concilio y poder civil y la de los malos, que desobedeciendo a la legítima autoridad de la iglesia, profundizaban de manera distinta su forma de vivir el cristianismo. La de los cristianos buenos, junto a la iglesia y el papa. Y la de los hijos de las tinieblas y Satanás, que no merecían sino la muerte y la condenación eterna.
Pero el cristianismo de esta época no está aún muy definido. Muchos obispos consideran hereje a Prisciliano, pero muchos otros no lo tienen tan claro y ello se vuelve causa de gran confusión y conflictos.
Se trata, en la historia de la iglesia, en su estreno como religión del Imperio, del primer proceso que culmina con la muerte de los procesados, en un siglo que comienza con persecuciones y termina con el cristianismo como religión oficial, única y perseguidora.

Saludos cordiales, Jesús Rodríguez

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